Hay un teléfono escrito en una pared

Qué bonito es siempre quedarse a vivir en el y si. En el qué hubiera pasado, en el atractivo de las expectativas desmedidas. Nunca en la asepsia de las funcionariales certezas. Si me gustan las estaciones de autobuses, tan lánguidas ellas, tan sórdidas, es por su condición de terreno de los y sis. En su fealdad esconden el salvaje espectáculo de las despedidas y los reencuentros ajenos, que debe ser de las cosas más locas que cualquier persona dotada de una mínima sensibilidad pueda presenciar.

No hay demostraciones de amor más puras que las que se producen en una estación de autobuses. Resulta paradójico cómo las muestras más exageradas de cariño, también de decepción, se producen en espacios objetivamente feos, grises, tristes. Pero ahí radica su encanto, en ese contraste. Es precisamente en esa decadencia, como de ciudad mediterránea medio abandonada, donde se abre paso la fantasía. La belleza en lo mundano y lo sexy en tu imaginación.

Hay un teléfono escrito en una pared.

Rumano, 23, la chupo gratis

Y al leerlo me siento como en casa.

Y al leerlo no puedo evitar una arcada.

Lo cantaban Los Claveles en su Estación Sur de Autobuses, en la que debe ser la mejor definición de cualquier edificio que se haya hecho jamás. En mi caso no fue un rumano, sino una francesa. Puede que sí fuese 23. Desde luego era la Estación Sur. Nos habíamos conocido hacía unas horas, nos habíamos caído bien y puede que fueran los vinos de la comida los que apresuraron la urgencia del deseo. O quizá la conciencia compartida de que era ahora o nunca. Ella había venido a Madrid a pasar el fin de semana y en media hora salía su autobús a Valencia o a Málaga o a donde se suponga que parten los turistas que se cansan de Madrid a la segunda mañana. Nos pareció buena idea hacer tiempo en el baño de minusválidos. El baño de minusválidos de la estación de autobuses de Méndez Álvaro. Que hay que decirlo con nombre y apellidos de tan sórdido que es.

Al rato mi recién mejor amiga salió escopetada en búsqueda de la primera máquina de vending y echar un trago a lo que fuese, precisamente para mitigar el anterior. Beber del grifo no le convencía. Ahora se ponía exquisita la muchacha, medio minuto después de que un españolito hasta hoy desconocido le eyaculase en la garganta todos los vicios del fin de semana. Ahora se le antojaba agua mineral. En fin, que se fue. Qué espectáculo de despedida. Qué irse. Con qué desprecio me abandonó mientras me lavaba las manos. Ni un cariño, ni una mísera mentira con la que sugerir un cierto disfrute por su parte. Qué modernos han sido siempre los franceses, pensé. 

Me recompuse como buenamente pude y salí del baño, con un inenarrable pavor a encontrarme a un paisano en silla de ruedas esperando en la puerta. No lo encontré, pero no se me borraba la cara de haber matado a alguien. ¿Por qué se le da al sexo el tratamiento de crimen del que avergonzarse y no de cima máxima de placer? La francesa ya debía llegar por Tarancón por lo menos. 

Me senté en el primer banco libre. En una esquina había un paraguas abandonado, que debe ser el epítome de la soledad. En mi cabeza sonaba Por eso esperaba con la carita empapada que llegaras con rosas mientras me acordaba de aquella chica de Tercero de la ESO. Era todo tan decadente, era tanta la culpabilidad que desprendían estos ojitos tristes que hasta se me acercó una pareja de la Policía Nacional a pedirme el DNI. Me lo merezco, primero por depravado y luego por incívico. Vaya caramelito voy a ser en la cárcel, pensé. Pero no, sorprendentemente no hicieron nada conmigo. Estaban buscando a otro tipo. Los mejores y sis sólo suceden en una estación de autobuses.

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