Me tiro a escribir sobre Valencia. Es inútil evitarlo. Cualquiera con un poco de corazón y sesos y que intente poner una palabra detrás de otra sentirá el picor. Las imágenes son escalofriantes. No es una DANA -lo que quiera que eso signifique-: es un tsunami; un maremoto; un huracán; el apocalipsis. Es tal la desproporción, la desesperación que faltan las palabras. Faltan, a pesar del lugar común, exactamente en el sentido que advertía Wittgenstein: de lo que no se puede hablar hay que callar. Hay que callar, agarrar la mano del más próximo y llorar en silencio. Me emocionan los reyes, a pesar de todo, y su gesto de indudable y viva conmoción. No veo en ello cálculo político. Y me emociona la gente, que a pesar del desdén y el habitual denuesto demuestra siempre, siempre estar a la altura. La naturalidad y el coraje para arrimar el hombro. La íntima unidad; la humanidad en movimiento. Pasó con el Prestige; con cualquier cobarde atentado. Es algo que me trae siempre lágrimas a los ojos. No se debe subestimar a la gente corriente.
No sé quién tiene la culpa. Todos; nadie. Es, como mínimo, el ejemplo grotesco de algo que yo ya venía intuyendo: la política tiene un impacto limitado en nuestras vidas. Parece que ahora nos despertamos poco a poco -o más bien de golpe- a este hecho sencillo. Por lo demás, me sorprende que nadie haya reparado en este otro: el ser humano es triste, atrozmente frágil. Se señala a unos y otros, pero la duda persiste. Bajo el tumulto me llega como un susurro. Lo apuntaba Xabier Fortes en el 24h: Japón, 2011, el país más preparado para la catástrofe -murieron dieciséis mil personas (Xabier me parece, por otro lado, un periodista serio y bueno, riguroso, que invita a su mesa opiniones dispares). Se habla del calentamiento global. No conozco los datos, pero me inclino a creer en su veracidad, en la buena fe de quienes los reúnen y estudian. Me vais a permitir, sin embargo, esta pequeña contradicción: veo en ello el residuo de una esperanza; una sombra de religión. El calentamiento explica lo inexplicable; predice lo azaroso. Es una cuerda guía que nos consuela, que nos conduce a seguro. Es un bálsamo que suaviza esta frase terrible de Pascal:
“Me aterra el silencio eterno de esos espacios infinitos”