Rehuimos el tema. Miramos para otro lado. Sin embargo, su zumbido nos acompaña a todas partes. Es como una chicharra que se mantiene revolucionada todo año, más impetuosa. Hasta que un día nos armamos de valor y miramos de frente a la bestia, o alguien lo hace por nosotros. Suele suceder en verano. Al contrario que las chicharras, intentamos reducir la actividad cuando nos vamos de vacaciones. El mundo funciona así ahora. Entre nuestras propuestas estivales incluimos el deseo de apartarnos del móvil, de deshacernos de sus tentáculos. Porque algo empieza a oler a quemado.
Paradójicamente, el desarrollo tecnológico no nos ha hecho más libres, sino más esclavos. Trabajamos gratis para gente a la que nunca conoceremos. Y esto ha sucedido muy rápido; sin darnos cuenta, nos hemos quedado tronchados sobre una pantalla. Un bombardeo repentino de información, de imágenes, de conminaciones, nos ha dejado aturdidos. Ahora se tarda más en responder, y se interrumpen continuamente las conversaciones. «Perdón, ¿qué decías?», respondemos aleladamente. Pero a veces tomamos conciencia de nuestra metamorfosis. Nos vemos reflejados en los demás y nos preguntamos si será demasiado tarde.
Según la RAE, un cíborg es un ‘ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos’. Esta palabra suena a ciencia ficción, que es un género que a mí nunca me ha interesado, y justamente por eso me preocupa más verla cada vez menos ajena a la realidad. Porque ¿cuántos salimos de casa sin un móvil en el bolsillo? ¿Cuántos necesitamos internet para llegar con el coche a nuestro destino vacacional? ¿Cuántos miramos el móvil y no la ventana para saber qué tiempo hace? La inteligencia que nos queda cada vez parece más artificial. El otro día iba por la calle y me pareció cruzarme con una versión más fotogénica, aunque no mucho, de Frankenstein. ¿Qué estamos haciendo con tanto desarrollo tecnológico?
Normalmente se suele decir que la vida real no tiene nada que ver con las redes sociales; al parecer, estas últimas no son tan reales, aunque fagociten nuestro tiempo, aunque influyan en nuestro ánimo, aunque las utilicemos para construir nuestra identidad. Y no solo eso: también han transformado el concepto de intimidad. Todos tenemos a nuestra disposición la crónica fotográfica del verano de miles de personas. Ante tamaño aluvión de imágenes, ¿qué recordaremos dentro de quince años? ¿Recurriremos a las fotos que publicamos ahora? Cada vez somos más los que tenemos pendiente imprimir las fotografías de los últimos años, hacerlas palpables y evitar que se pierdan en la catarata digital. Porque esto, efectivamente, empieza a oler a quemado.
Mis padres tienen álbumes de fotos. Me gustaba mucho sentarme en el sofá y pasar las páginas, ver cómo eran y cómo fuimos. Antes se hacían fotografías para el recuerdo; ahora, en cambio, se hacen para proyectarnos al presente. A través de las redes sociales, un lugar a medio camino entre lo que uno es y lo que desea ser, tratamos de definirnos, de empaquetarnos y ponernos un lacito. Pero nuestros cerebros están saturados de tanta información, al borde del colapso. Tan pronto vemos un mono bailando como un atentado terrorista. Y es imposible digerir eso. Yo también le diría al conductor que parase y me bajaría.
Pienso todo esto, quizá pasado de revoluciones, porque acabo de leer Infoxicación, de Margot Rot. En el libro se abordan estas y otras cuestiones de un modo cauteloso y afilado; se reflexiona sobre la tormenta de información con la que intentamos lidiar actualmente, pero sin caer en lo apocalíptico, en lo fácil, y la sucesión de ideas resulta por momentos reveladora. No es, por tanto, un chapoteo entre lugares comunes como esta columna, sino una inmersión fructífera y estimulante. Concluyo esto remitiéndome a un hecho: tan pronto como he cerrado el libro, me he levantado de la butaca y me he sentado frente al escritorio.
Conozco a Margot desde hace años, aunque no la he visto en persona en mi vida. Durante todo este tiempo he leído sus tentativas, su evolución, y ahora me alegra tener un libro suyo en las manos. Es una cosa rara, bastante real. Como real ha sido el buen rato que he pasado esta mañana escuchando a Micah P. Hinson. Me lo ha recomendado alguien, por cierto, a quien también conocí a través de internet. No, no todo pinta tan mal. A la maraña digital que protagoniza ahora nuestras vidas también se le puede sacar partido. Quizá solo tengamos que ir haciéndonos poco a poco con el potrillo.