Intentando impresionarte

Me bañé solo para hacerme el duro. Me estaba mirando la chica que me gusta.

Ayer me toqué con los dedos la parte superior de la cabeza. Estaba en el sofá, viendo una película de miedo que no quería ver, y me toqué la cabeza. Me encontré una protuberancia, una especie de bulto extrañísimo. Qué coño es esto, pensé, así, sin interrogaciones de por medio que pudieran convertir eso en una verdadera pregunta. Fue una afirmación. Qué coño es esto. Una afirmación categórica. Quizás había algo de pregunta en esa afirmación, pero no mucha, porque algo tenía que ser. No podía no ser nada. Tenía que venir de algún sitio, porque la última vez que me pasé la mano por la cabeza esa marca no estaba ahí. Estuve un instante pensando y me acordé. Al instante. Me acordé al instante del origen de esa cosa dura que me había salido ahí, en lo alto del cráneo, cerca de la coronilla, escondida en el interior de una mata de pelo que se empeña en desaparecer. 

Fue hace dos semanas, cuando estaba en casa de mis padres. Al llegar allí, desafié a mi madre: le dije que me bañaría en la piscina si ella se bañaba. Lo hice solo para hacerme el duro. Me estaba mirando la chica que me gusta. Pero eso es otro tema, creo. No tiene nada que ver con el golpe. Hubo una época de mi vida (la pandemia, sí, me puso a leer, meditar y a bañarme en agua fría) en la que bañarme en el agua congelada de la piscina de la casa de mis padres se convirtió en un hábito. Yo pensaba que después de unos cuantos intentos me acostumbraría. No. Nunca me acostumbré. Mi cuerpo entero se rebelaba contra el cambio de temperatura cada vez que me sumergía. Los pies y las manos me dolían como si un camión me hubiera pasado por encima. 

Aun así, me estuve bañando en agua fría un invierno entero, con un parón entre medias porque me puse malísimo de la garganta. Pero de eso hace mucho tiempo. Tanto que se me había olvidado lo complicado que era, lo mucho que duele. Mi madre, que en aquella época se escandalizaba, ahora aguanta mejor que yo. Y se metió. El domingo, antes de comer, se puso el bañador y se lanzó al agua. No puede ser, me dije yo. Claro que podía ser. Había sido. Mi madre me estaba retando, enfrente de la chica que me gusta. No me quedó otra opción. Tuve que bajar al jardín, ponerme un bañador y meterme en el agua. Mentiría si dijera que fui directo al agua. Tardé mucho. Primero metí un pie. Se activaron todos los receptores del dolor en mi cerebro y lo saqué. Rapidísimo. 

Lo volví a intentar. Esta vez metí los dos pies y bajé uno de los escalones de la piscina. Los pies me dolían muchísimo. Aguanté 10 segundos, creo. Al salir, las punzadas de dolor eran increíbles, y duraron otros 10 segundos. Pero lo volví a intentar, poco a poco, una y otra vez, mientras mi público predilecto se aburría inevitablemente de mí. No quiero enrollarme con este proceso. Fui entrando poco a poco. Mis pies se fueron acostumbrando. Me metí hasta la cintura, luego hasta el pecho. Intenté respirar hondo, pero había perdido la tranquilidad de espíritu pandémico que me permitía meterme y quedarme quieto durante casi cinco minutos en el agua congelada. Después de meter la cabeza y morirme de frío, salí de la piscina lo más rápido que pude. 

En ese instante, miré hacia arriba. La chica no estaba allí. Se habrá cansado de tanto esperar, pensé. Luego miré más hacia arriba y me fijé en las nubes que había en el cielo. No había, era todo sol radiante. El agua estaba a siete grados. En la casita de mis afortunados padres, el sol calienta, alimenta, tranquiliza, convierte lo amargo en dulce. Ir allí es casi como volver al útero materno, un lugar donde todavía no existía la muerte porque ni siquiera habías nacido. Allí no existen los problemas, excepto en aquel momento. Salí corriendo de la piscina, muerto de frío, directo a la ducha que está en la parte de abajo de la casa, bajo unos soportales de piedra. No conseguí entrar a la primera. No pude. Si me hubiera agachado 10 centímetros más, quizás. 

Pero no. Mi cabeza se estampó directamente contra la piedra del arco y casi me tumba. En ese momento no me dolió mucho. Ni siquiera me dolió ese día. Me salió una protuberancia en la cabeza y una herida que me curaron con un poco de Betadine, pero no me dolía. Me he cansado de escribir. Al día siguiente, el chichón había desaparecido y había dejado paso a algo peor: toda la zona superior de mi cabeza estaba extremadamente sensible. Me dolía solo con levantar las cejas, y trabajar fue difícil: me mareaba con frecuencia, me costaba leer la letra del ordenador y escribir me resultó más difícil que subir una montaña en chanclas. Me tomé un ibuprofeno para reducir la inflamación y pasé la tarde en la cama.

La inflamación fue disminuyendo durante los siguientes días, y con ella los mareos que me tenían un poco asustado. La protuberancia que me encontré aquel día viendo una película de miedo era solo la costra de la herida que me hice cuando la vida era como una manta de seda que te arropa una noche de invierno. Luego, por la mañana, aparece el sol y te da en la cara, el café te calienta la garganta, el cigarrillo de liar te tumba en la silla, la tostada con mantequilla y mermelada te sacia antes de empezar a leer un libro furtivo que hojeas entre conversación y conversación, y luego el aperitivo, con su vino blanco y su jamón serrano y su chorizo de algún pueblo de Castilla, y la vida no parece verdad, parece otra cosa. ¿A qué viene esta historia?, os estaréis preguntando. Yo tampoco lo sé. La chica que dejó de mirarme justo cuando me metí en el agua fría quería que escribiera algo sobre ella. “Tienes que meterme en uno de tus textos”, me dijo. No creo que esto es lo que tuviera en mente, pero ahí va. Me cuesta escribir sobre las cosas que me hacen feliz. 

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Costumbres

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Me bañé solo para hacerme el duro. Me estaba mirando la chica que me gusta.

Ayer me toqué con los dedos la parte superior de la cabeza. Estaba en el sofá, viendo una película de miedo que no quería ver, y me toqué la cabeza. Me encontré una protuberancia, una especie de bulto extrañísimo. Qué coño es esto, pensé, así, sin interrogaciones de por medio que pudieran convertir eso en una verdadera pregunta. Fue una afirmación. Qué coño es esto. Una afirmación categórica. Quizás había algo de pregunta en esa afirmación, pero no mucha, porque algo tenía que ser. No podía no ser nada. Tenía que venir de algún sitio, porque la última vez que me pasé la mano por la cabeza esa marca no estaba ahí. Estuve un instante pensando y me acordé. Al instante. Me acordé al instante del origen de esa cosa dura que me había salido ahí, en lo alto del cráneo, cerca de la coronilla, escondida en el interior de una mata de pelo que se empeña en desaparecer. 

Fue hace dos semanas, cuando estaba en casa de mis padres. Al llegar allí, desafié a mi madre: le dije que me bañaría en la piscina si ella se bañaba. Lo hice solo para hacerme el duro. Me estaba mirando la chica que me gusta. Pero eso es otro tema, creo. No tiene nada que ver con el golpe. Hubo una época de mi vida (la pandemia, sí, me puso a leer, meditar y a bañarme en agua fría) en la que bañarme en el agua congelada de la piscina de la casa de mis padres se convirtió en un hábito. Yo pensaba que después de unos cuantos intentos me acostumbraría. No. Nunca me acostumbré. Mi cuerpo entero se rebelaba contra el cambio de temperatura cada vez que me sumergía. Los pies y las manos me dolían como si un camión me hubiera pasado por encima. 

Aun así, me estuve bañando en agua fría un invierno entero, con un parón entre medias porque me puse malísimo de la garganta. Pero de eso hace mucho tiempo. Tanto que se me había olvidado lo complicado que era, lo mucho que duele. Mi madre, que en aquella época se escandalizaba, ahora aguanta mejor que yo. Y se metió. El domingo, antes de comer, se puso el bañador y se lanzó al agua. No puede ser, me dije yo. Claro que podía ser. Había sido. Mi madre me estaba retando, enfrente de la chica que me gusta. No me quedó otra opción. Tuve que bajar al jardín, ponerme un bañador y meterme en el agua. Mentiría si dijera que fui directo al agua. Tardé mucho. Primero metí un pie. Se activaron todos los receptores del dolor en mi cerebro y lo saqué. Rapidísimo. 

Lo volví a intentar. Esta vez metí los dos pies y bajé uno de los escalones de la piscina. Los pies me dolían muchísimo. Aguanté 10 segundos, creo. Al salir, las punzadas de dolor eran increíbles, y duraron otros 10 segundos. Pero lo volví a intentar, poco a poco, una y otra vez, mientras mi público predilecto se aburría inevitablemente de mí. No quiero enrollarme con este proceso. Fui entrando poco a poco. Mis pies se fueron acostumbrando. Me metí hasta la cintura, luego hasta el pecho. Intenté respirar hondo, pero había perdido la tranquilidad de espíritu pandémico que me permitía meterme y quedarme quieto durante casi cinco minutos en el agua congelada. Después de meter la cabeza y morirme de frío, salí de la piscina lo más rápido que pude. 

En ese instante, miré hacia arriba. La chica no estaba allí. Se habrá cansado de tanto esperar, pensé. Luego miré más hacia arriba y me fijé en las nubes que había en el cielo. No había, era todo sol radiante. El agua estaba a siete grados. En la casita de mis afortunados padres, el sol calienta, alimenta, tranquiliza, convierte lo amargo en dulce. Ir allí es casi como volver al útero materno, un lugar donde todavía no existía la muerte porque ni siquiera habías nacido. Allí no existen los problemas, excepto en aquel momento. Salí corriendo de la piscina, muerto de frío, directo a la ducha que está en la parte de abajo de la casa, bajo unos soportales de piedra. No conseguí entrar a la primera. No pude. Si me hubiera agachado 10 centímetros más, quizás. 

Pero no. Mi cabeza se estampó directamente contra la piedra del arco y casi me tumba. En ese momento no me dolió mucho. Ni siquiera me dolió ese día. Me salió una protuberancia en la cabeza y una herida que me curaron con un poco de Betadine, pero no me dolía. Me he cansado de escribir. Al día siguiente, el chichón había desaparecido y había dejado paso a algo peor: toda la zona superior de mi cabeza estaba extremadamente sensible. Me dolía solo con levantar las cejas, y trabajar fue difícil: me mareaba con frecuencia, me costaba leer la letra del ordenador y escribir me resultó más difícil que subir una montaña en chanclas. Me tomé un ibuprofeno para reducir la inflamación y pasé la tarde en la cama.

La inflamación fue disminuyendo durante los siguientes días, y con ella los mareos que me tenían un poco asustado. La protuberancia que me encontré aquel día viendo una película de miedo era solo la costra de la herida que me hice cuando la vida era como una manta de seda que te arropa una noche de invierno. Luego, por la mañana, aparece el sol y te da en la cara, el café te calienta la garganta, el cigarrillo de liar te tumba en la silla, la tostada con mantequilla y mermelada te sacia antes de empezar a leer un libro furtivo que hojeas entre conversación y conversación, y luego el aperitivo, con su vino blanco y su jamón serrano y su chorizo de algún pueblo de Castilla, y la vida no parece verdad, parece otra cosa. ¿A qué viene esta historia?, os estaréis preguntando. Yo tampoco lo sé. La chica que dejó de mirarme justo cuando me metí en el agua fría quería que escribiera algo sobre ella. “Tienes que meterme en uno de tus textos”, me dijo. No creo que esto es lo que tuviera en mente, pero ahí va. Me cuesta escribir sobre las cosas que me hacen feliz. 

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