Releer lo escrito es penoso. Cualquiera que escriba sabe de lo que hablo. Aún cuando la actividad en sí es disfrutable, volver sobre el trabajo es siempre decepcionante. Sobran palabras; no hay ritmo; todo es accesorio, adorno; es pretencioso. Es complejo, porque escribir es dejarse ir, pero no puede uno irse demasiado. Es fluir y es comedimiento. Es exuberancia y poda. Es, exactamente, jardinería. Recuerdo el cuento de Poe del paisajista –sobre uno que quería emular con su obra la obra de Dios. En fin. Quizá no es tan difícil como eso, pero casi.
Para escribir bien, por tanto, hay que podar. La literatura es pulir, dijo alguien. Con Nano lo hablo a menudo. Me gustaría podar a priori, claro, pero no me sale. Soy reticente a editarme yo mismo –pienso que lo primero que cae es lo bueno: darle vueltas no añadirá al resultado. Es como ese otro cuento de Balzac: el pintor que tras mucho retoque termina por destrozar su cuadro, salvo un pie, un formidable pie. En mis artículos quizá haya algún tal pie, o al menos uno pasable, un pasable pie. Pero lo demás suele ser todo exceso; frondosidad; verborrea.
La succión final. Palabras y palabras. Un río fuera de su cauce. Vas leyendo, vas leyendo, la cosa fluye, las frases se tienden suavemente y de pronto ahí está. Un adjetivo. Un adverbio. Una enumeración descontrolada. Idiota. Y encima publicado, ahí fuera, para que lo vea todo el mundo. Tus evidentes fallos. La ausencia de música. El párrafo tortuoso como un desfiladero. Es imposible pasar por ahí: cualquiera que lo intente tropezará, se ahogará entre tus comas.
Avanzas al siguiente, alimentas la esperanza. Pero nada. Es inútil. Es siempre demasiado. Te gustaría adelgazarlos. Ponerlos a dieta. Haber dicho mucho más con mucho menos.