(L)a costa de quién

Empezó como empieza todo: sin darte ni cuenta.

Empezó como empieza todo: sin darte ni cuenta. Fue hace mucho tiempo. Eran otros días y brillaban otros soles. Recuerdo estar en la plaza jugando a la pelota y oír un acento nuevo. Tipos altos, barbudos y desaliñados; así solían ser Ellos. Mochilas sobre mochilas y sandalias sobre calcetines. La pandilla se rió y yo lo anoté como un hecho curioso. No fue el último.

Admito que siempre tuve una relación complicada con mi pueblo. Ni muy grande ni muy pequeño. A veces entretenido, generalmente aburrido. Pero siempre se sentía casa. Crecí entre sus calles, rebotando entre sus gentes. Vive en mis recuerdos como yo en su historia. Poco después de aquel avistamiento, el bar de Sonsoles añadió una carta en inglés torpemente traducida. Más risas. Luego, algún restaurante con comida no mediterránea y rótulos, señales, menús y panfletos fueron apareciendo. Iba creciendo allí y se me quedaba cada vez más pequeño.

Pasaron los años y el verano anterior a la pandemia cerraron la fábrica de mi padre. Empezaba la carrera en septiembre, así que malvendimos la casa de los abuelos que, sin ser gran cosa, nos sirvió para pasar el susto. Llevaba casi una década vacía. Me mudaba a una gran ciudad. Quería irme, tenía que irme. Vaya verano de despedidas, todos se iban. Hubo un domingo en el que me despertó el traqueteo de las ruedas de una maleta sobre el empedrado. No fue el último.

Estuvimos dos años sin fiestas del pueblo. Al siguiente, no hubo suficientes voluntarios para el comité de festejos. No volvieron, adiós al pasacalles. Empecé a evitar volver, primeros veranos sin apenas pisar mi barrio. Vino gente de fuera que se quedó a vivir. Tuvo que venir gente de fuera que se quedó a trabajar. No sabía de dónde venían. Para los míos era difícil seguir allí y, para Ellos, parecía fácil llegar.

La vida feliz se abrió paso: calles anchas llenas de tiendas y restaurantes, las estrechas, de camas asequibles; productos de aquí para los de allá, música, ruido, escaparates, camareros, ajetreo, copas, shishas, los ambulantes y lo típico. Una veintena de estímulos por metro caminado. Ocio a todas horas, para todas las edades. Me parecía que era como esos photocalls donde hay caras recortadas y uno se agacha para que su rostro encaje en el dibujo, fingiendo una escena. Todo encaminado para que Ellos se sintieran de aquí, entretenidos. Bienvenido, ¡sonríe!

Me cambió la mirada y empecé a ir menos todavía, quejumbre en re menor. Recuerdo cristales crujiendo casi cada noche de verano que pasé donde mis padres. Botellines cayendo y rodando calle abajo. Voces y cantos que oía acercarse bajo mi ventana y luego se apagaban poco a poco. Tonos, acentos, gritos, llantos, discusiones y risas con distintas melodías, medio ahogadas por el doble cristal. Dejé los paseos matutinos porque olía raro. Tampoco tenía dónde comprar el pan a la vuelta. Ya no conocía a ninguno de mis vecinos y nadie iba a las reuniones de la comunidad. Ya no me saludaban por la calle. Cambió hasta el sonido del mar, y no fue lo último.

Diré que de vez en cuando los veía, a los míos. Sus caras se reflejaban en charcos de plata que portaban copas y porcelanas humeantes. Pedían permiso por andar entre sus calles. Siluetas con libretilla que imitaban todo el abanico de lenguas de las que nos solíamos reír. De la pelota al peloteo. Los míos que no pudieron salir, con una mano delante y otra detrás.

Para Ellos, el pueblo era como un croma, un fondo sustituible en sus fotos. Vestían y posaban de la misma forma allá donde fueran. Un decorado bidimensional que teñía sus fotos de colores. Fotos que otros tomaron antes y Ellos querían repetir. Los mismos sitios, los mismos ángulos. Comían lo mismo, decían lo mismo y experimentaban lo mismo: nada. Para Ellos, siempre era igual. No quieren ser de aquí, sólo sentirse aquí. Pero para nosotros, ya todo era distinto.

¿Debería culparles? ¿Debería culparme? Al fin y al cabo, yo quise irme. Pero Ellos vienen, repiten lo que otros ya hicieron y exigen un poco más: lo auténtico. Quieren disfrazar su vida unos días, a sabiendas de que volverán a la normalidad. Un poco más que nos empuja a retroceder y ser un poco menos. Un poco más, sentirse únicos imaginándose en los ojos de otros que más tarde vendrán. Un poco más, para Ellos, siempre un poco más, hasta que no quede nada de nosotros. Hay tantas oportunidades de pasarlo bien, y tan pocas de hacer lo correcto. ¿Por qué lo necesitan tanto?

Hoy ya no queda nada, de aquellas fotos estos vacíos. Hoy tengo que vender la casa de mis padres, mi casa, que aún huele a mi madre. Hoy es el último día. Quizá no ha pasado tanto tiempo. Empiezo otra vida lejos de aquí y me dolerá demasiado volver. Me dará lo justo para la entrada en esa gran ciudad. Pagando por entrar, forzado a salir. Ya no encajo aquí, asomo mi cara por el recorte. No son mis calles, ni mi gente, ni mis olores. Mi vida se derramó a velocidad glacial y no me di cuenta. ¿Cuándo pasó todo esto? Creo que es como dijo aquel poeta galés: la pelota que dejé botando en el parque todavía no ha tocado el suelo.

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Ficciones

(L)a costa de quién

Empezó como empieza todo: sin darte ni cuenta.

Empezó como empieza todo: sin darte ni cuenta. Fue hace mucho tiempo. Eran otros días y brillaban otros soles. Recuerdo estar en la plaza jugando a la pelota y oír un acento nuevo. Tipos altos, barbudos y desaliñados; así solían ser Ellos. Mochilas sobre mochilas y sandalias sobre calcetines. La pandilla se rió y yo lo anoté como un hecho curioso. No fue el último.

Admito que siempre tuve una relación complicada con mi pueblo. Ni muy grande ni muy pequeño. A veces entretenido, generalmente aburrido. Pero siempre se sentía casa. Crecí entre sus calles, rebotando entre sus gentes. Vive en mis recuerdos como yo en su historia. Poco después de aquel avistamiento, el bar de Sonsoles añadió una carta en inglés torpemente traducida. Más risas. Luego, algún restaurante con comida no mediterránea y rótulos, señales, menús y panfletos fueron apareciendo. Iba creciendo allí y se me quedaba cada vez más pequeño.

Pasaron los años y el verano anterior a la pandemia cerraron la fábrica de mi padre. Empezaba la carrera en septiembre, así que malvendimos la casa de los abuelos que, sin ser gran cosa, nos sirvió para pasar el susto. Llevaba casi una década vacía. Me mudaba a una gran ciudad. Quería irme, tenía que irme. Vaya verano de despedidas, todos se iban. Hubo un domingo en el que me despertó el traqueteo de las ruedas de una maleta sobre el empedrado. No fue el último.

Estuvimos dos años sin fiestas del pueblo. Al siguiente, no hubo suficientes voluntarios para el comité de festejos. No volvieron, adiós al pasacalles. Empecé a evitar volver, primeros veranos sin apenas pisar mi barrio. Vino gente de fuera que se quedó a vivir. Tuvo que venir gente de fuera que se quedó a trabajar. No sabía de dónde venían. Para los míos era difícil seguir allí y, para Ellos, parecía fácil llegar.

La vida feliz se abrió paso: calles anchas llenas de tiendas y restaurantes, las estrechas, de camas asequibles; productos de aquí para los de allá, música, ruido, escaparates, camareros, ajetreo, copas, shishas, los ambulantes y lo típico. Una veintena de estímulos por metro caminado. Ocio a todas horas, para todas las edades. Me parecía que era como esos photocalls donde hay caras recortadas y uno se agacha para que su rostro encaje en el dibujo, fingiendo una escena. Todo encaminado para que Ellos se sintieran de aquí, entretenidos. Bienvenido, ¡sonríe!

Me cambió la mirada y empecé a ir menos todavía, quejumbre en re menor. Recuerdo cristales crujiendo casi cada noche de verano que pasé donde mis padres. Botellines cayendo y rodando calle abajo. Voces y cantos que oía acercarse bajo mi ventana y luego se apagaban poco a poco. Tonos, acentos, gritos, llantos, discusiones y risas con distintas melodías, medio ahogadas por el doble cristal. Dejé los paseos matutinos porque olía raro. Tampoco tenía dónde comprar el pan a la vuelta. Ya no conocía a ninguno de mis vecinos y nadie iba a las reuniones de la comunidad. Ya no me saludaban por la calle. Cambió hasta el sonido del mar, y no fue lo último.

Diré que de vez en cuando los veía, a los míos. Sus caras se reflejaban en charcos de plata que portaban copas y porcelanas humeantes. Pedían permiso por andar entre sus calles. Siluetas con libretilla que imitaban todo el abanico de lenguas de las que nos solíamos reír. De la pelota al peloteo. Los míos que no pudieron salir, con una mano delante y otra detrás.

Para Ellos, el pueblo era como un croma, un fondo sustituible en sus fotos. Vestían y posaban de la misma forma allá donde fueran. Un decorado bidimensional que teñía sus fotos de colores. Fotos que otros tomaron antes y Ellos querían repetir. Los mismos sitios, los mismos ángulos. Comían lo mismo, decían lo mismo y experimentaban lo mismo: nada. Para Ellos, siempre era igual. No quieren ser de aquí, sólo sentirse aquí. Pero para nosotros, ya todo era distinto.

¿Debería culparles? ¿Debería culparme? Al fin y al cabo, yo quise irme. Pero Ellos vienen, repiten lo que otros ya hicieron y exigen un poco más: lo auténtico. Quieren disfrazar su vida unos días, a sabiendas de que volverán a la normalidad. Un poco más que nos empuja a retroceder y ser un poco menos. Un poco más, sentirse únicos imaginándose en los ojos de otros que más tarde vendrán. Un poco más, para Ellos, siempre un poco más, hasta que no quede nada de nosotros. Hay tantas oportunidades de pasarlo bien, y tan pocas de hacer lo correcto. ¿Por qué lo necesitan tanto?

Hoy ya no queda nada, de aquellas fotos estos vacíos. Hoy tengo que vender la casa de mis padres, mi casa, que aún huele a mi madre. Hoy es el último día. Quizá no ha pasado tanto tiempo. Empiezo otra vida lejos de aquí y me dolerá demasiado volver. Me dará lo justo para la entrada en esa gran ciudad. Pagando por entrar, forzado a salir. Ya no encajo aquí, asomo mi cara por el recorte. No son mis calles, ni mi gente, ni mis olores. Mi vida se derramó a velocidad glacial y no me di cuenta. ¿Cuándo pasó todo esto? Creo que es como dijo aquel poeta galés: la pelota que dejé botando en el parque todavía no ha tocado el suelo.

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