A Ramón no le hubiese importado ser Dios, pero siempre se pareció más al demonio. Su mujer, sin embargo, era una santa. Cincuenta años de matrimonio. Cincuenta años encontrándoselo todo hecho. Comidas, coladas y limpiezas. Ella aguantando desdenes, borracheras y ninguneos. Criando sola a las dos niñas. Él llegando tarde siempre. Escatimando besos y yéndose a dormir.
Cuando se quedó viudo, disfrazó de pena el miedo. «Qué va a ser de mí sin mi Conchita», pensaba. Salía a la calle y aceptaba pésames con elegancia. Hacía con la cara el gesto universal de la aflicción, dejaba caer los hombros cuando cruzaba las calles concurridas. Luego llegaba a casa, encendía la radio e intentaba no pensar. No pensar en sí mismo. En su mujer nunca pensó.
Luisa, una de sus hijas, aún hace por verlo. Quizás por sentirse bien consigo misma. No por devolver un cariño que nunca llegó a recibir. Había sido madre hace tres meses y quería que su nieto tuviese un abuelo. Incluso uno así. Quedaron a las cinco de la tarde en el parque de enfrente. Lo avisó ese mismo día para no tener tiempo de arrepentirse.
Ramón colocó la ropa sobre la cama y maldijo a Graciela, la chica que le hacía todo ahora. «Las mujeres de hoy día no saben planchar». Malhumorado, se dispuso a vestirse. Tardó casi diez minutos en ponerse los calcetines. Cada vez estaba más torpe, pero no quería volver al médico. Camisa, pantalón, jersey, americana y zapatos lustrosos. El afeitado perfecto, el perfume de siempre, el pañuelo en el bolsillo y la estampita en la cartera. Una última revisión en el espejo de la salita y de reojo en la esquina, junto al perchero, el bastón que le compró su hija por Navidad. «Vaya porquería de regalo», pensó antes de cerrar la puerta. Esperó al ascensor, comprobó el correo y salió por fin a la calle disimulando la cojera.
Había llovido y pronto volvería a llover. Se arrepintió de haber olvidado el paraguas. Podría haberse arrepentido también de no haberle comprado un detalle a su nieto, pero en eso ni siquiera reparó. Llegó como pudo al semáforo de enfrente del parque y desde allí vio a Luisa con el carrito. Cruzó la carretera mirando al frente y cuando ya estaba a punto de saludar, tropezó de manera absurda con el bordillo y fue a caer de rodillas en un charco. Algunos peatones que cruzaban en ese momento quisieron asistirlo, pero no tuvieron tiempo. Se puso de pie como un resorte intentando, sin éxito, sacudirse el barro. Al niño ni lo miró. Necesitaba ir a cambiarse de pantalones. Su hija se interesó por su estado y lo acompañó hasta casa. Ramón estaba muy contrariado y subió sin decir nada. Luisa esperó allí, junto al ascensor, diez minutos. Veinte. Hasta que el niño empezó a llorar.
Cuando finalmente acertó a cambiarse de ropa, a colocarse todo en su sitio y a hacer sus comprobaciones, bajó de nuevo al portal, pero su hija ya no estaba. Salió al umbral y miró a ambos lados de la calle, pero no la vio. No tenía ganas de hablar, pero se vio en la obligación de llamarla. Cuando ella descolgó el teléfono, intentó disculparse con algo parecido a un chiste: «Perdóname, hija, ya sabes que no me gusta perder la dignidad». Su hija le respondió con una frase que quedó para siempre flotando en su cabeza: «No tienes ni puta idea de lo que es la dignidad».