La elegancia de perder el metro

Los que volvemos a Instagram una y otra vez los hemos visto. Soy de los que desinstala la diabólica aplicación por rachas; a veces pienso que voy a aguantar y dejar el pulgar tranquilo una o dos semanas, tres, pero no hay manera: de golpe un meme desestabilizador nos hace la Lambretta de Djalminha y ya está, hemos caído: instalamos.

A mí me ha pasado con @metros.perder. Hace unas semanas –justo las que yo aprovechaba de asueto– comenzaron a circular en redes vídeos de, rigurosamente, gente perdiendo el metro. El formato es sencillo: un fino camarógrafo apostado tras las puertas de plexiglás, en las regiones nobles, captura la carrera de algún pobre hombre o mujer apresurado que, por centésimas de segundo, no accede al vagón. Se queda fuera triste, humillado, para regocijo de los de dentro que hoy llegarán dos (2) minutos antes a la oficina.

La conmoción fue total. La cuestión es que yo ya había reparado en eso. Nada más humillante, en efecto, que cabalgar hacia el vagón y ser tajantemente rechazado en el umbral. Y nada más absurdo, pues en dos o tres minutos otro vendrá a sustituir al previo y perdido metro. En La Coruña o Albacete o en el pueblo de mi novia el sprint quizá tenga sentido, pues la frecuencia puede saltar hasta los intolerables cinco, diez minutos Dios no lo quiera. Pero en Madrid no, no lo tiene.

El éxito de @metros.perder radica, precisamente, en que ha sabido catalizar ese elemento puro, carbónico de ridículo. Vaya por delante, he asistido en el metro de Madrid a aceleradas –yo mismo me precio de haber protagonizado algunas– dignas de plusmarca olímpica, que ven al atleta deslizarse como un Indiana Jones o un Neo de Matrix entre las compuertas automáticas justo en el momento en que empiezan a cerrarse. En tales casos la gloria es dulce, y uno puede hasta sentir la discreta admiración de los demás pasajeros. Pero también es excepcional; la norma es la derrota, el despilfarro de energía y el espantoso ridículo, pues hay algo esencialmente bochornoso en la maniobra mal ejecutada, un residuo de fealdad cinética, moral, como la modelo que tropieza en la pasarela o el centro-chut que acaba en el anfiteatro. Es, por tanto, mucho más prudente y razonable, por no decir refinado y de buena educación, caminar serenamente por el andén, como si se hubiese llegado ahí por casualidad o el metro lo fuese a esperar a uno en todo caso.

Ya lo advirtió Schopenhauer: lo único que nos separa de los animales es nuestra capacidad de resistir el estímulo. Tengámoslo presente la próxima vez que nos pinche el aguijón de la urgencia ante el vagón traicionero.

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