Se quebró Dios y Morante se hizo añicos. Las grietas del madero de su cruz reflejan los quejidos de su alma en esos días en los que no hay consuelo. Días largos donde las cuencas de los ojos terminan irritándose tras liberar durante horas nuestro dolor. Un dolor que no se explica, que no se controla ni se elige. Un dolor que cala hasta los huesos como el frío que últimamente nos congela la nariz, los pies y las manos en la noche de Madrid. Y, lo que es más peligroso, un dolor que no caduca, que no se resiente, que nunca termina de irse para siempre porque desde que uno lo siente empieza a luchar una batalla interna para tratar de no dejarle volver. Sólo la experiencia de esa sensación de asfixia y desamparo, de soledad rodeado de tanta gente pendiente, es la que puede aliviarnos porque nos ayuda lidiar con él. No importa dónde: en la cama o en el supermercado, en el gimnasio o en el hotel. Y cualquier esfuerzo pesa el doble porque los pies arrastran el ancla de un transatlántico y la cabeza es una bola de demolición encargada de hacer escombro cualquier cimiento. Es muy difícil que las flores vuelvan a crecer en un campo castigado por el granizo y el frío del invierno, pero hasta en las tierras menos fértiles hay una grieta destinada a la esperanza, a la semilla que germina y al tallo que brota de una rama para que en primavera consiga nacer una flor que embellezca nuestra mañana.
Y esa flor para Morante ha sido el toro, que es el único modo de vida donde el maestro, el artista, consigue alinearse con su alma, que es su obra. Su manera de estar en el mundo depende de poder expresar el arte que Dios le otorgó para que llenara nuestras tardes de cultura y gloria. Puede que su demonio se calme cuando su nariz huele el albero, cuando acuna a una becerra, cuando camina por Malvaloca o se viste de luces antes de un encierro. Quizá su esperanza sea saber que ha cuajado tardes como la de Sevilla, que ha dejado escrita la historia más reciente del toreo. Aunque ahora no se acuerde, aunque solo le queden destellos. Porque un hombre, un artista, una figura, un icono, no necesita mayor motivo para mantenerse en este mundo que volver a reencontrarse con aquello que todos dicen que es, pero que él no siente por dentro.
Es la batalla entre la vida o la muerte, pero viviendo en torero. Porque todo esto va mucho más allá de la vigilia del vestirse, llegar a la plaza y salir al ruedo. De pulir la técnica, de aprender de los más viejos y dejar que tu corazón lata entre las astas, con el miedo. Va de vivir jugándote la femoral siendo sincero, porque igual que uno sabe cuándo miente, sabe cuándo le está dando al aficionado una obra incompleta, sin fuerza, sin sensibilidad, sin talento. Y por eso lo único que podrá curar su alma será la honestidad con la que se exprese. Aunque a la vez sea su mayor castigo, su demonio interno. Porque ser torero también es hacer una entrevista a porta gayola donde te desnudas y muestras la profundidad de tu alma, que es la misma que la de tus verónicas, y normalizas hablar de una enfermedad mental delante del mundo entero. Dios vistiéndose de humano una vez más para demostrarle a sus hijos que él también piensa en la muerte, que él también tiene pesadillas, que él también tiene miedo.