Lunes por la noche. Tras el intento fallido de arranque de semana, J. me escribe para decirme que por qué no nos tomamos una caña. Asumiendo que no solo será una, acepto la propuesta sin mayor pretensión que la de charlar sobre la vida. Una vez en el sitio, tardan más de lo normal en atendernos y con paso firme me dispongo a ir a la barra de nuestro bar de confianza con el fin de ser yo mismo el que casi sirva las cervezas. Al volver, me encuentro con que J. me había hecho una foto sin darme cuenta. Tras iniciar un forcejeo verbal en el que le explico que cómo se atreve, que no me gusta que me hagan fotos, J. me dijo tajantemente: no pienso borrarla, a mí me encanta.
Este hecho anodino para mí es importante, porque en mi caso se trata de un fotógrafo que es fotografiado y frente a ello ocurren dos cosas: la primera es, que tras tantos años haciendo fotos, me he convertido en una persona muy crítica con las fotografías de los demás. De hecho, desearía desborrar de mi vista el momento de contemplar cómo una persona por la calle hace una foto torcida, mal encuadrada, con un zoom injustificable o incluso movida porque no ha tenido la suficiente paciencia de permanecer más de 5 segundos concentrado en capturar un recuerdo. Además, me he acostumbrado tanto a ser el que haga las fotos a los demás, que me siento un extraño cuando me encuentro delante de una cámara.
Sin embargo, como dicen ahora las nuevas generaciones, estoy en proceso de deconstrucción al intentar cogerle cierto gusto a ese tipo de fotos improvisadas que te hacen los amigos a veces, pero más que por la foto en sí, por lo que significa y porque con J. no me queda más remedio, todo hay que decirlo. Pero claro, ante todo esto me hago una pregunta: ¿A quién le va a gustar una foto en la que sales desaliñado, con la camisa arrugada y con cara de desear haber nacido en una familia donde tu única preocupación sea grabar un documental de tu vida? Pues es que, a pesar de que me ha costado comprenderlo, existen personas a las que no les importa cómo salgas. Pueden incluso hacerte una foto estornudando que igualmente van a decir que les gustaría enmarcarla en el salón.
Pero yendo más allá, quiero explicar el verdadero motivo por el que le estoy cogiendo cariño a esas fotos. Cuando me di la vuelta con mis cervezas y mis ojeras ante el madrugón del lunes, me di cuenta de que J. estaba sonriéndole a la pantalla, y no con una hilaridad burlona, sino con una sonrisa sincera de quien parece que ya ha llegado a entender cómo funciona la vida, pues su tímido gesto, de hecho, hacía ver que J. sabe que la elegancia involuntaria se encuentra en la imperfección de la cotidianidad.
Por ello, he aprendido a cogerle cariño a esas fotografías torcidas, borrosas, mal encuadradas y donde no sales especialmente bien, pero porque sé que en algún momento la persona que la capturó abrirá su galería y como en el momento de la captura, verá la foto y sonreirá al verla. Porque no hay nada mejor que juntarte con personas que elogian la cotidianidad, el salir desdeñado en una foto porque lo importante no es cómo esté hecha, sino el recuerdo. Sobre todo, me siento afortunado de estar rodeado de personas que son capaces de verte por una pantalla y hacerte una foto improvisada solo por el disfrute de mirarte desde el cariño más sincero y espontáneo: el que nace de una persona que te quiere sin importar el modo.