La máquina

Pero algo le mantenía intranquilo.

Todos tienen a Arturo Freire, ingeniero, por el inventor de la máquina. Así lo recoge el Registro Provincial de La Coruña, en que fueron depositados los papeles; y así lo narraron los periódicos el día de su presentación. 

Pero el origen es incierto. Arturo Freire apareció cierta mañana en público y efectuó demostraciones; dijo: ‘gracias a esta máquina os brindaré un diario del mes que viene, y me creeréis’. Así lo hizo, y en efecto mostró a una multitud sorprendida, reunida en los jardines de Méndez Núñez, un periódico del 10 de noviembre, treinta días en el futuro. Le creyeron; la noticia fue cubierta al detalle y reproducidos sus pormenores; Arturo Freire se hizo famoso; se enriqueció y vivió ociosamente el resto de sus días, disfrutando de su formidable invento. Nadie hizo caso, por lo demás, de ciertas oscuras informaciones, que sugerían que Freire no había inventado en realidad nada; que el artefacto le había sido otorgado por un misterioso desconocido que tan secretamente como se había presentado había después desaparecido, sin dejar rastro. Ello fue atribuido a la inquina de envidiosos e intrigantes, y despachado sin más miramientos.

Pero algo le mantenía intranquilo. Los que le conocían hablaron pronto de comportamientos extraños, impropios de él. Se le veía nervioso, esquivo, asustadizo; la mirada se le iba por las esquinas; giraba en torno a sí y murmuraba, y todo el tiempo portaba consigo un estuche con certificados, documentos, que oprimía fuertemente contra el pecho. Ya los últimos días apenas si salía de casa, de su cuarto, y repetía, como en un conjuro: ‘debo decirlo, debo confesar’.

Se le encontró muerto al cabo de un mes. Se efectuaron investigaciones, diligencias, que no produjeron sin embargo resultado alguno: el cadáver yacía en un lago de sangre en medio del dormitorio, con varias puñaladas en el pecho y cuello; el cuarto estaba sellado, cerrada con llave la puerta -que no apareció forzada-; desprovisto de ventanas. Tan sólo se halló lo que a todas luces era el arma del crimen: una navaja corta de mano, con empuñadura de madera y las iniciales ‘A.F.’ grabadas secamente en el filo.

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Pero algo le mantenía intranquilo.

Todos tienen a Arturo Freire, ingeniero, por el inventor de la máquina. Así lo recoge el Registro Provincial de La Coruña, en que fueron depositados los papeles; y así lo narraron los periódicos el día de su presentación. 

Pero el origen es incierto. Arturo Freire apareció cierta mañana en público y efectuó demostraciones; dijo: ‘gracias a esta máquina os brindaré un diario del mes que viene, y me creeréis’. Así lo hizo, y en efecto mostró a una multitud sorprendida, reunida en los jardines de Méndez Núñez, un periódico del 10 de noviembre, treinta días en el futuro. Le creyeron; la noticia fue cubierta al detalle y reproducidos sus pormenores; Arturo Freire se hizo famoso; se enriqueció y vivió ociosamente el resto de sus días, disfrutando de su formidable invento. Nadie hizo caso, por lo demás, de ciertas oscuras informaciones, que sugerían que Freire no había inventado en realidad nada; que el artefacto le había sido otorgado por un misterioso desconocido que tan secretamente como se había presentado había después desaparecido, sin dejar rastro. Ello fue atribuido a la inquina de envidiosos e intrigantes, y despachado sin más miramientos.

Pero algo le mantenía intranquilo. Los que le conocían hablaron pronto de comportamientos extraños, impropios de él. Se le veía nervioso, esquivo, asustadizo; la mirada se le iba por las esquinas; giraba en torno a sí y murmuraba, y todo el tiempo portaba consigo un estuche con certificados, documentos, que oprimía fuertemente contra el pecho. Ya los últimos días apenas si salía de casa, de su cuarto, y repetía, como en un conjuro: ‘debo decirlo, debo confesar’.

Se le encontró muerto al cabo de un mes. Se efectuaron investigaciones, diligencias, que no produjeron sin embargo resultado alguno: el cadáver yacía en un lago de sangre en medio del dormitorio, con varias puñaladas en el pecho y cuello; el cuarto estaba sellado, cerrada con llave la puerta -que no apareció forzada-; desprovisto de ventanas. Tan sólo se halló lo que a todas luces era el arma del crimen: una navaja corta de mano, con empuñadura de madera y las iniciales ‘A.F.’ grabadas secamente en el filo.

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