Mientras busco piso en Sevilla, llevo un par de semanas durmiendo en casa de unos tíos míos que viven aquí. Todo es idílico. Son jóvenes y se puede hablar de todo con ellos. Además, sus cuatro hijos, mis primos pequeños, me hacen sentirme como en casa todo el tiempo, lo cual agradezco enormemente. Porque cuando uno lleva habitadas la friolera de tres ciudades en tres meses, pierde por momentos la noción de la palabra “hogar”.
Vivir con niños que no son tuyos es algo divertidísimo, porque tú disfrutas jugando con ellos, pero son sus padres los que tienen que reñirles. Algo parecido a tener un amigo con barco o pasear con el perro de otro. Tú lo pasas bien, pero las cacas las recoge el dueño. Una noche, viendo todos juntos Harry Potter, apareció en pantalla la clásica escena en la que un jovencísimo Daniel Radcliffe se levanta el flequillo en medio de un tren para enseñarle a Ron, todo orgulloso, su cicatriz de la frente. Me imagino que Harry la luce con orgullo porque sabe que sin ella sería menos Harry. Bueno, directamente, no sería él. Lo que más me gusta del cine, de ciertas escenas verdaderamente, es que puedo viajar en el tiempo, volver a vivir algo que me ha pasado y que tenga relación -o no- con la película que estoy viendo.
Esta vez recordé una conversación que tuve hace un par de semanas. Me preguntaron por una cicatriz que tengo en el talón, querían saber cómo me la hice. Y me habría encantado decir que todo fue fruto de una pelea con un león o un accidente durante aquella subida solidaria al Kilimanjaro en la que todo lo recaudado fue donado a una aldea de Yibuti, pero no. El caso es que me la hice -como buen torpe que soy- caminando por unas rocas, mientras pescaba, para ayudar a un amigo a pasar de un lado a otro del sitio en el que estábamos. Sabía que tenía esa cicatriz, pero no era consciente de ella porque casi nunca la veo. A partir de ese momento nos pusimos a hablar de las cicatrices que teníamos los dos (las que se ven, claro, las del cora no valen), y sin darnos cuenta, hicimos un repaso a muchas de las vivencias que hemos tenido y que recordamos a través de las huellas que han dejado estas en nuestra piel (a veces la memoria sirve de entretenimiento). Porque las cicatrices no son más que el historial del navegador de nuestras vidas. Una forma de recordar cosas, la mayoría trágicas en su momento, pero anecdóticas ahora.
Tengo marcas de cuando pasé la varicela siendo niño, las piernas llenas de magulladuras por culpa del fútbol y las manos con mil heridas fruto de aquella época en la que soñé con mi debut como boxeador amateur. Signos de una vida bien vivida, exprimida de más en algunos momentos, pero disfrutada al máximo. Nada dice más de nosotros que nuestro cuerpo y todo lo que nos ha pasado por encima. Una apisonadora de recuerdos. Una carretera nacional llena de grietas que nos recuerdan todos los coches que han circulado por ahí y que no pienso asfaltar en ningún momento, porque quiero ser dueño de mis cicatrices y de mi piel.
No me gustan los tatuajes. Me niego a quedar marcado de por vida con tinta y que eso me haga no ver nunca más mis imperfecciones y mis lunares. Quiero que las arrugas marquen los tiempos y me recuerden dónde estoy. No sé, tampoco he llegado a esa edad, pero no entiendo a la gente que se estira la piel como si estuviese envasando al vacío una bandeja de filetitos de cerdo. ¿Estirar las cosas más de la cuenta no es el gran error del ser humano? Pues no lo hagas con la piel, inconsciente.
Decía Tony Montana aquello de “The eyes, chico. They never lie”. Me pasa lo mismo con las cicatrices. Tu piel te dice lo que has sido, te recuerda quién eres. La piel no miente.