Te doy mis joyas si queda entre nosotras, dijo ella.
Ni por todo el oro del mundo, le respondió.
Acto seguido le dio tal bofetón que la tiró al suelo.
Ella vio cómo se dirigía en dirección al resto de mujeres de la sexta ola.
Calculó que disponía de cinco minutos entre que llegaba, la delataba y volvían todas en turba a por ella.
No le daba miedo que la matasen porque sabía que eso iba contra los principios de la sexta ola.
Aquello no era algo que fuese a suceder.
Cualquier otra cosa, sí.
Eso sí que la asustaba de veras.
Ingenio para torturar, esta ola, la mejor de todas.
Maldijo a todas aquellas hijas de puta de la quinta ola, a aquellas que consiguieron que sólo naciesen mujeres.
Con la imprecación insultó sin quererlo a las de la cuarta, contra las que nada tenía en contra.
El derecho al aborto que casi le lleva a perder sus joyas, al aborto indiscriminado, fueron las heroínas de la cuarta ola quienes lo pulieron.
Pero la quinta ola, algunas rencillas intergeneracionales y ciertos errores en las previsiones lógicas ahora la tenían corriendo.
Lejos.
Muy lejos.
Muy pero que muy lejos.