Pasan los años y todo se va erosionando: tuvimos que comprar una lavadora nueva. Sus achaques se hacían cada vez más evidentes, y empezaba a dolernos el cuello de tanto mirar para otro lado. Ya no centrifugaba bien, la ropa salía chorreando, y más que funcionar, convulsionaba. En definitiva, estaba exhausta, fundida. No había nada que hacer. Después de unos cuantos años, había llegado el momento de decir adiós.
Las despedidas son difíciles de afrontar a veces, no siempre, y de vez en cuando se postergan más allá de la lógica, como nos sucedió en este caso. Pero la realidad terminó imponiéndose. La situación se volvió insostenible. Y un día llegó la nueva lavadora, con mayor capacidad, con mejor apariencia, con pantallita y todo. El progreso había llegado para facilitarnos la vida. Eso fue lo que motivó el cambio. Sin embargo, lo mejor no fue eso. Lo mejor lo descubrimos el otro día mientras nos bebíamos una cerveza en la cocina. Tras los vertiginosos giros de su tambor, sonó la melodía que celebraba el final de la tarea. En ese momento, Beatriz me preguntó: «¿A ti también te gusta la nueva musiquilla?» ¡Eureka! Habíamos tenido la misma idea en la cabeza, pero no la habíamos verbalizado, es decir, oficializado. Instintivamente, brindamos.
Lo cierto es que no lo tenía fácil. La melodía avisa de la obligación de tender, que es una cosa agradable solo para los que se esfuerzan desesperadamente por parecer únicos; es decir, es algo que no le gusta a nadie. Su panorama era parecido al de una canción elegida como despertador. Estaba condenada a la aversión. Sin embargo, a pesar de la injusta desventaja, emergió con su tirirí imparable, ligero como los brincos de un potrillo, y nos olvidamos de golpe de la que la precedió. ¿De qué marca era?
El tiempo pasa y las cosas cambian. Esto se ha dicho ya de mil y una formas diferentes. Pero también hay que añadir que los nostálgicos no siempre aciertan, aun mostrándose cargados de experiencia, aun perfumándose con la esencia de lo incuestionable.
Ya no bebemos litronas en la cola de los conciertos, por ejemplo, pero ahora nos vamos antes de tabernas, y no creo que hayamos salido perdiendo. Está bien tomarse algo con la nostalgia de vez en cuando, pero sin perder de vista que es una embaucadora, el amigo al que se le perdona que sea un poco fantasmilla. También preferimos las gradas a la euforia desatada de la pista: los tiempos de las primeras filas se acabaron. De hecho, quizá no quede mucho para el último concierto, para decir que en casa, bebiendo un buen vino, se disfruta más de la música. No, un momento: ese cambio me asusta un poco. Espero que la metamorfosis se tome su tiempo. Además, en el último concierto al que fui empecé sentado y terminé en el barro. A veces lo nuevo le deja la puerta abierta a lo antiguo; al fin y al cabo, son dos formas de hacer lo mismo. Puede que con el tiempo solo seamos más consecuentes con nosotros mismos.
Salí del concierto con ganas de más, rejuvenecido. Lo malo es que era domingo. Aun así, me resigné sin pesadumbre, lo asumí deportivamente. Al llegar a casa, cerré la puerta con dos vueltas de llave (ese placer no hay digitalización que lo mejore) y me fui a la cama. Pero entonces, de súbito, recordé algo: había puesto una lavadora. Tenía que ponerme a tender con unas cuantas cervezas encima. La vida reserva los peores reveses para los momentos más inoportunos. Retrocedí arrastrando los pies y me detuve frente al resplandeciente ventanuco frontal. ¿Necesitábamos tanta capacidad? Me había tocado una colada de las gordas. Y encima me había perdido la melodía. El progreso tiene sus limitaciones. El tiempo pasa y hay cosas que no cambian nunca.