Las despedidas

No hay ningún tutorial de youtube que hable de cómo decirle a mi madre que no quería encariñarme con algo que podría ser pasajero. Despedirse es uno de los actos más agotadores de este mundo.

Una vez escuché a Enric González decir que una de sus mayores habilidades era irse pronto de los sitios. A tiempo. Y yo, que siempre fui de los que estiraban el chicle. Hermano de la cofradía del “una más y nos vamos", he intentado cambiar y hacerme el fuerte. Creer que estoy por encima de los sitios de los que me voy y de las personas que dejo allí, pero siempre, siempre, termino cayendo. Y no sé si es porque soy un nostálgico o un pringado, pero siempre me da pena que las cosas acaben.

Hace poco, mi madre insistía en que me llevase algún cuadro a mi piso de Sevilla. Decía que no entendía por qué no quería decorar aquella habitación. Estaba empeñada en que le quedarían muy bien las fotos con mis amigos. Y tenía más razón que una santa, pero yo siempre esquivaba la pregunta. Le hablaba de otras cosas para que no escuchase lo que pensaba. Porque no hay ningún tutorial de youtube que hable de cómo decirle a mi madre que no quería encariñarme con algo que podría ser pasajero. 

Ahora que me voy, ahora que ese cuarto se queda vacío, que no tengo que recoger cuadros que me hagan ver que vuelvo a mudarme y que otra vez toca acostumbrarse a una nueva ciudad, siempre hay espacio para el recuerdo. La memoria se cuela por una rendija. Es algo parecido a ese día nublado en el que asoma un rayito de sol como alguien que no fue invitado a una fiesta. Una mancha de humedad que aparece sin darnos cuenta en la pared. 

Mientras recojo mi habitación, me tropiezo con los recuerdos desordenados de estos últimos seis meses y pienso en lo mucho que me gustaría congelar todas esas vivencias en un arcón de la memoria para el día que me apetezca volver a beberme aquellos días perfectos. El 29 de septiembre en el que se improvisó un mano a mano de Ortega y Aguado junto a una de rejones. Las noches infinitas. La ruta de la ensaladilla. Las tardes en casa con María. Las noches en Casa Moreno. Los domingos sin reloj. El color del cielo de Sevilla a juego con el albero de la Maestranza. Las coplas al son de un tres por cuatro hecho en un servilletero con la venida de febrero. La gaditanización de nuestro feudo trianero. La sevillanización de nuestras almas caleteras.

Despedirse es uno de los actos más agotadores de este mundo. Decir adiós a una ciudad es partir en dos un contrato vitalicio con quien fuiste en aquel sitio. Leí a Jacobo Bergareche aquello de que las despedidas tienen que ser cortas y las bienvenidas largas. Y lo intento, os juro que lo intento. Vuelvo a ver cómo se miran Mia y Sebastian en el final de La La Land. Revisiono el abrazo de Bob y Charlotte en Lost in Translation y vivo en mis carnes cómo es ver por la ventanilla un lugar al que no sabes cuando vas a volver y en el que has sido feliz hasta el final y, casi sin quererlo, piensas en qué hubiese pasado si te hubieses quedado allí. En las barras huérfanas de una última ocurrencia antes de cerrar el bar. Las cervezas que se quedan sin beber. Los helados que se quedan sin comer. Los paseos al sol por el río y lo poco que le has agradecido a la gente que, sin dudarlo, te acogió desde el principio.

Alargar esta columna sería volver a despedirme. Volver a recordar todo lo que dejo atrás. Recrearme en ese abrazo del que no me habría ido jamás. Por eso, como pasa con la vida, tal vez este no sea el final que le tocaba a este texto ni a esta historia. Pero las cosas terminan así. De golpe.

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Una vez escuché a Enric González decir que una de sus mayores habilidades era irse pronto de los sitios. A tiempo. Y yo, que siempre fui de los que estiraban el chicle. Hermano de la cofradía del “una más y nos vamos", he intentado cambiar y hacerme el fuerte. Creer que estoy por encima de los sitios de los que me voy y de las personas que dejo allí, pero siempre, siempre, termino cayendo. Y no sé si es porque soy un nostálgico o un pringado, pero siempre me da pena que las cosas acaben.

Hace poco, mi madre insistía en que me llevase algún cuadro a mi piso de Sevilla. Decía que no entendía por qué no quería decorar aquella habitación. Estaba empeñada en que le quedarían muy bien las fotos con mis amigos. Y tenía más razón que una santa, pero yo siempre esquivaba la pregunta. Le hablaba de otras cosas para que no escuchase lo que pensaba. Porque no hay ningún tutorial de youtube que hable de cómo decirle a mi madre que no quería encariñarme con algo que podría ser pasajero. 

Ahora que me voy, ahora que ese cuarto se queda vacío, que no tengo que recoger cuadros que me hagan ver que vuelvo a mudarme y que otra vez toca acostumbrarse a una nueva ciudad, siempre hay espacio para el recuerdo. La memoria se cuela por una rendija. Es algo parecido a ese día nublado en el que asoma un rayito de sol como alguien que no fue invitado a una fiesta. Una mancha de humedad que aparece sin darnos cuenta en la pared. 

Mientras recojo mi habitación, me tropiezo con los recuerdos desordenados de estos últimos seis meses y pienso en lo mucho que me gustaría congelar todas esas vivencias en un arcón de la memoria para el día que me apetezca volver a beberme aquellos días perfectos. El 29 de septiembre en el que se improvisó un mano a mano de Ortega y Aguado junto a una de rejones. Las noches infinitas. La ruta de la ensaladilla. Las tardes en casa con María. Las noches en Casa Moreno. Los domingos sin reloj. El color del cielo de Sevilla a juego con el albero de la Maestranza. Las coplas al son de un tres por cuatro hecho en un servilletero con la venida de febrero. La gaditanización de nuestro feudo trianero. La sevillanización de nuestras almas caleteras.

Despedirse es uno de los actos más agotadores de este mundo. Decir adiós a una ciudad es partir en dos un contrato vitalicio con quien fuiste en aquel sitio. Leí a Jacobo Bergareche aquello de que las despedidas tienen que ser cortas y las bienvenidas largas. Y lo intento, os juro que lo intento. Vuelvo a ver cómo se miran Mia y Sebastian en el final de La La Land. Revisiono el abrazo de Bob y Charlotte en Lost in Translation y vivo en mis carnes cómo es ver por la ventanilla un lugar al que no sabes cuando vas a volver y en el que has sido feliz hasta el final y, casi sin quererlo, piensas en qué hubiese pasado si te hubieses quedado allí. En las barras huérfanas de una última ocurrencia antes de cerrar el bar. Las cervezas que se quedan sin beber. Los helados que se quedan sin comer. Los paseos al sol por el río y lo poco que le has agradecido a la gente que, sin dudarlo, te acogió desde el principio.

Alargar esta columna sería volver a despedirme. Volver a recordar todo lo que dejo atrás. Recrearme en ese abrazo del que no me habría ido jamás. Por eso, como pasa con la vida, tal vez este no sea el final que le tocaba a este texto ni a esta historia. Pero las cosas terminan así. De golpe.

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