Librar entre semana

Cuando ninguna obligación te acecha, se piensa y se actúa de otro modo; disfrutas del fresquito mañanero, saludas alegremente a los conocidos con los que te cruzas, sonríes ante la prisa de los demás.

Mi semana laboral tiene las mismas horas que las de cualquier mortal, pero en mi caso están recogidas en dos días y medio; es decir, llego al trabajo y ya estoy a punto de irme, aunque tenga dos jornadas maratonianas por delante. Esto llama la atención. La gente me pregunta qué hago con tanto tiempo libre. Pero lo cierto es que no necesité ningún período de adaptación. No trabajar es más fácil de lo que parece. De hecho, el único problema es que ha incrementado mi ambición: ahora quiero todavía más tiempo libre.

Veréis, un martes cualquiera, por ejemplo, puedo desayunar en un jardín que hay al lado de mi casa. Pido una media de jamón, un café con leche y leo un rato (normalmente, alguna columna de Isabel Coixet, para desconcertar); después cruzo las piernas e intento alcanzar la nada, aunque esto es complejo, rara vez lo consigo. También puede pasar que, en lugar de leer, desayune con mi padre. Él está recién jubilado, así que los dos tenemos tiempo de sobra; elegir la cafetería es el mayor conflicto al que nos enfrentamos, todo lo demás fluye con la naturalidad con la que canta un gorrión. Y así, sin prisa, paso a paso, es como encaro el vasto terreno de horas libres que recorro cuando libro.

Ya con el estómago lleno, fijo un destino y me dirijo hacia él por el camino más largo. Cuando ninguna obligación te acecha, se piensa y se actúa de otro modo; disfrutas del fresquito mañanero, saludas alegremente a los conocidos con los que te cruzas, sonríes ante la prisa de los demás. Esto es peligroso, porque puede uno empezar a proclamarse flâneur o a afirmar cualquier otra mamarrachada por el estilo; en ese sentido, es importante no perder de vista los riesgos de la vida contemplativa. Dicho esto, debo decir que el destino fijado es una excusa, así que el trayecto puede variar. Puedo pararme en una librería a leer algunas primeras páginas; puedo entrar en la biblioteca nueva que han abierto, donde quizá escriba cosillas livianas como esta, sin saber si escribo en serio o no, o puedo hacer algún recado pendiente que recuerde de pronto. Cuando no se tienen nada que hacer, es imposible que los días sean totalmente predecibles. La clave está en salpimentar el caos con una pizca de método. Ya está.

Según el momento en el que me dé por mirar el reloj, las opciones cambian: café de media mañana o aperitivo. Este debate interno me conduce a la segunda decisión importante del día, y suelo tomarla sin calentarme mucho la cabeza, a vuelapluma, porque prefiero evitar reflexiones que puedan despertar sentimientos de zozobra. Por tanto, hecha una cosa, la otra o ninguna de las dos, cuando me apetece me vuelvo a mi casa a leer otro poco, a fumarme un purito en la cocina o a lo que me pida el cuerpo. La hora de comer es ya inminente. ¡Se me ha echado el tiempo encima!

Como digo, no siempre tengo pleno control sobre mi libranza. La vida acostumbra a obstaculizar el desarrollo de nuestra voluntad (a veces para bien), así que algún que otro día he tenido que verme limpiando el coche o, qué sé yo, haciendo la declaración de la renta. Contra este tipo de penurias es mejor no rebelarse, no merece la pena. Aun así, si nada se interpone en mi camino, tiendo a gobernar el día con espíritu ligero. Me embosco en la ciudad.

Cuando llega la hora de comer, bien me quedo en casa o bien visito a mis padres (alterno las opciones, porque una no me viene bien para la operación bikini), y después intento evitar la siesta, aunque no siempre me resisto si me sobreviene el sueño. Y, desembarazado de la pereza, tiendo la ropa o recojo el lavavajillas; esto no requiere concentración, así que puedo hacerlo lentamente y prestándole más atención a la radio o a la música. Son momentos de relajación: los sentidos están prestos para el regocijo. Nadie discute que la mañana es fulgurante, pero la tarde no es siempre decadente. La flojera de las cuatro y media es una mina.

Con la mente ya más despejada, me invento otra excusa para pasear un poco (el sedentarismo es un veneno silencioso que ablanda el cuerpo y la mente), y luego vuelvo a casa a leer un poco o quizá escribir otro poco, quién sabe. En definitiva, por la tarde prevalece de nuevo el capricho, pero justamente por eso hay que tener cuidado. Si la ociosidad es difícil de manejar, mucha ociosidad requiere ya disciplina y determinación, casi virtuosismo, porque cuando alguien se aburre corre el riesgo de incurrir en diabluras, como apuntarse a japonés o estudiar leyes para promocionar profesionalmente. Cualquier locura es posible. Y entonces veinticuatro horas empiezan a ser pocas. Y las tardes se esfuman y dejamos de tener el tiempo libre que tanto anhelábamos.

Ahora que lo pienso, no es tan fácil no tener que trabajar. Tienes que valer. Cada uno tendrá su sistema, por supuesto; en mi caso, recomiendo no aburrirse, porque si no empieza uno a pensar a lo grande y en abstracto y termina perdiendo la cabeza. Pero lo más importante, sin duda, es no olvidar la fragilidad de los días libres, que se desvanecen sin hacer ruido y se recordarán estruendosamente

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Costumbres

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Cuando ninguna obligación te acecha, se piensa y se actúa de otro modo; disfrutas del fresquito mañanero, saludas alegremente a los conocidos con los que te cruzas, sonríes ante la prisa de los demás.

Mi semana laboral tiene las mismas horas que las de cualquier mortal, pero en mi caso están recogidas en dos días y medio; es decir, llego al trabajo y ya estoy a punto de irme, aunque tenga dos jornadas maratonianas por delante. Esto llama la atención. La gente me pregunta qué hago con tanto tiempo libre. Pero lo cierto es que no necesité ningún período de adaptación. No trabajar es más fácil de lo que parece. De hecho, el único problema es que ha incrementado mi ambición: ahora quiero todavía más tiempo libre.

Veréis, un martes cualquiera, por ejemplo, puedo desayunar en un jardín que hay al lado de mi casa. Pido una media de jamón, un café con leche y leo un rato (normalmente, alguna columna de Isabel Coixet, para desconcertar); después cruzo las piernas e intento alcanzar la nada, aunque esto es complejo, rara vez lo consigo. También puede pasar que, en lugar de leer, desayune con mi padre. Él está recién jubilado, así que los dos tenemos tiempo de sobra; elegir la cafetería es el mayor conflicto al que nos enfrentamos, todo lo demás fluye con la naturalidad con la que canta un gorrión. Y así, sin prisa, paso a paso, es como encaro el vasto terreno de horas libres que recorro cuando libro.

Ya con el estómago lleno, fijo un destino y me dirijo hacia él por el camino más largo. Cuando ninguna obligación te acecha, se piensa y se actúa de otro modo; disfrutas del fresquito mañanero, saludas alegremente a los conocidos con los que te cruzas, sonríes ante la prisa de los demás. Esto es peligroso, porque puede uno empezar a proclamarse flâneur o a afirmar cualquier otra mamarrachada por el estilo; en ese sentido, es importante no perder de vista los riesgos de la vida contemplativa. Dicho esto, debo decir que el destino fijado es una excusa, así que el trayecto puede variar. Puedo pararme en una librería a leer algunas primeras páginas; puedo entrar en la biblioteca nueva que han abierto, donde quizá escriba cosillas livianas como esta, sin saber si escribo en serio o no, o puedo hacer algún recado pendiente que recuerde de pronto. Cuando no se tienen nada que hacer, es imposible que los días sean totalmente predecibles. La clave está en salpimentar el caos con una pizca de método. Ya está.

Según el momento en el que me dé por mirar el reloj, las opciones cambian: café de media mañana o aperitivo. Este debate interno me conduce a la segunda decisión importante del día, y suelo tomarla sin calentarme mucho la cabeza, a vuelapluma, porque prefiero evitar reflexiones que puedan despertar sentimientos de zozobra. Por tanto, hecha una cosa, la otra o ninguna de las dos, cuando me apetece me vuelvo a mi casa a leer otro poco, a fumarme un purito en la cocina o a lo que me pida el cuerpo. La hora de comer es ya inminente. ¡Se me ha echado el tiempo encima!

Como digo, no siempre tengo pleno control sobre mi libranza. La vida acostumbra a obstaculizar el desarrollo de nuestra voluntad (a veces para bien), así que algún que otro día he tenido que verme limpiando el coche o, qué sé yo, haciendo la declaración de la renta. Contra este tipo de penurias es mejor no rebelarse, no merece la pena. Aun así, si nada se interpone en mi camino, tiendo a gobernar el día con espíritu ligero. Me embosco en la ciudad.

Cuando llega la hora de comer, bien me quedo en casa o bien visito a mis padres (alterno las opciones, porque una no me viene bien para la operación bikini), y después intento evitar la siesta, aunque no siempre me resisto si me sobreviene el sueño. Y, desembarazado de la pereza, tiendo la ropa o recojo el lavavajillas; esto no requiere concentración, así que puedo hacerlo lentamente y prestándole más atención a la radio o a la música. Son momentos de relajación: los sentidos están prestos para el regocijo. Nadie discute que la mañana es fulgurante, pero la tarde no es siempre decadente. La flojera de las cuatro y media es una mina.

Con la mente ya más despejada, me invento otra excusa para pasear un poco (el sedentarismo es un veneno silencioso que ablanda el cuerpo y la mente), y luego vuelvo a casa a leer un poco o quizá escribir otro poco, quién sabe. En definitiva, por la tarde prevalece de nuevo el capricho, pero justamente por eso hay que tener cuidado. Si la ociosidad es difícil de manejar, mucha ociosidad requiere ya disciplina y determinación, casi virtuosismo, porque cuando alguien se aburre corre el riesgo de incurrir en diabluras, como apuntarse a japonés o estudiar leyes para promocionar profesionalmente. Cualquier locura es posible. Y entonces veinticuatro horas empiezan a ser pocas. Y las tardes se esfuman y dejamos de tener el tiempo libre que tanto anhelábamos.

Ahora que lo pienso, no es tan fácil no tener que trabajar. Tienes que valer. Cada uno tendrá su sistema, por supuesto; en mi caso, recomiendo no aburrirse, porque si no empieza uno a pensar a lo grande y en abstracto y termina perdiendo la cabeza. Pero lo más importante, sin duda, es no olvidar la fragilidad de los días libres, que se desvanecen sin hacer ruido y se recordarán estruendosamente

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