Siempre es la misma discusión. No es culpa del lavavajillas ni de la aplicación de la Caixa. Ni siquiera es culpa nuestra. Discutimos para rebelarnos contra las cosas que nos molestan. Las cosas que dentro de un rato volveremos a aceptar como normales. Discutimos cada vez menos, pero anoche volvió a ocurrir. Yo tenía las mismas ganas de verte que de acabar el día, lo primero que hice fue buscar de manera inconsciente una mancha en tu humor, una mala cara, una evidencia de tu cansancio. Encontré un reproche y lo señalé. Tú te defendiste. Yo dejé de hablar, le puse la correa a la perra y reprimí un portazo. Si supiera prever mis errores, no los cometería. O quizás sí. Yo que sé.
La tentación de empeorarlo todo es afilada, pero he encontrado un atajo a la redención. He aprendido a escapar de los problemas que yo mismo me invento. Lula viene conmigo. Ella sabe de mis transformaciones. Quince minutos son suficientes para ver las cosas de otra manera. Ella desfoga, salta, corre, rastrea y busca palos. Yo reconstruyo los pedazos rotos de mi día. Hace un momento, en casa, iba a incendiárseme el pecho, pero ahora la brisa me seca los ojos. Camino reconfortado por las palabras que no he dicho. Amparado por las nulas consecuencias del mutismo. Me cruzo con los vecinos que vuelven a sus casas, con los que aún andan refugiados en el bar, con los que sacan al perro a la misma hora que yo. Yo voy mirando el cielo, los árboles y los balcones. Siempre busco abajo la angustia y arriba el sosiego. Veo a lo largo de la calle señores que fuman solos, chavales que cierran de golpe las persianas y señoras que riegan las plantas. Huele a tortilla francesa y sopa de sobre. Tengo ganas de estar en casa. Aprieto el paso y la perra me sigue trotando hasta la esquina, pero antes de girar se planta y casi me caigo de espaldas. No parece haber olido nada, no sé, algo ha debido llamarle la atención en el bloque de enfrente. Las luces de Navidad o un gato inoportuno. Yo miro hacia arriba y allí las veo. Veo lo que hacen y algo se me mueve dentro. Han sido cinco segundos. Muy poco para un artículo.
Los últimos edificios de la calle que desemboca en la mía tienen las fachadas recorridas por unas grandes balconadas. Las barandillas marrones delimitan claramente los pisos colindantes, separados unos de otros por unos treinta centímetros. Unas celosías de cristal amarillento hacen posible la intimidad, pero alguien parece haber quitado las del tercero. Habrán sido ellas. Son dos mujeres que no conozco. Seguramente madre e hija. Ciertos tipos de amor son inconfundibles. Entiendo que además son vecinas y que una de ellas, no importa cuál, ha debido tener un mal día, bastante peor que el mío, y ha roto a llorar y entonces ha ocurrido. Sus cuerpos se han inclinado para encontrarse de balcón a balcón por encima de las macetas. Un abrazo suspendido en el vacío. La madre ha consolado a la hija sin hablar. Solo con el calor de su cuerpo. Con el olor de su ropa. Yo lo he entendido todo de golpe y luego me he sentido un intruso. No era mi momento. Era el suyo.
Al volver a casa, justo antes de meter la llave en la cerradura, he sentido vergüenza. He entrado y he querido buscarte y pedirte perdón, pero ya no estabas. Ni en el baño ni en la cocina ni en el patio. Solo el silencio corrompido por el rumor de los electrodomésticos. Ninguna nota, ningún mensaje. Y de repente la puerta. El tintineo de tu llavero. Tu cuerpo delante del mío con un cartón de leche en la mano. Obsoleta ya la ira. Absurdo el rencor. Humildes las palabras:
- Perdóname.
- No pasa nada.
---
La obra de la portada es «The Sleepwatcher», de Jay Senetchko.