Los mejores años

Esa mañana había visto un vídeo de un tiburón que había asustado a unos bañistas en Gran Canaria.

Los mejores años no dependen de los hitos que acumulen. Puede uno tener un año estupendo sin haber hecho nada nuevo. Aunque a veces los números son demoledores, y negar la evidencia es ridículo. En cualquier caso, son dos formas de llegar al mismo destino, a una buena racha. Una mañana, después de mirar el tiempo en el móvil y vestirte en consecuencia, sales de tu casa y no te preocupa nada. Entonces te detienes y levantas las cejas, impresionado; después retomas tu camino y aceleras el paso, como un testigo sin vocación, porque prefieres no decirte lo que piensas, por si lo gafas.
 
Teníamos previsto salir temprano, pero al final salimos tarde y nos pilló el atasco. Esto viene bien de vez en cuando, le recuerda a uno su insignificancia. Es como pasear por la Gran Vía: no corres el riesgo de sentirte especial. Llegamos y aparcamos al momento. Pero no porque tuviéramos suerte, sino gracias al hueco en el que nuestro amigo había aparcado su coche por la mañana. Eso no fue un pequeño detalle de los que facilitan la vida. Fue una jugada maestra. De la suerte es mejor no abusar.
 
La playa de Conil estaba hasta arriba de gente cuando llegamos, más al estilo festivalero que familiar, pero había bajado la marea, así que pudimos darnos un paseo. Me gusta más la playa desde que no nos afincamos en ella, desde que solo acudimos a ella para caminar. Esa mañana había visto un vídeo de un tiburón que había asustado a unos bañistas en Gran Canaria. Al final no me bañé. Por la noche descubrí lo que es el jamón de mar, pero no voy a entrar en detalles: no me gusta partir croquetas con las manos, no quiero decirle a nadie dónde tiene que merendar. Después nos bebimos una copa como quien no quiere la cosa, que sabe mucho mejor. «¿Nos tomamos algo?». «Bueno, venga, vamos allá».
 
Desayunamos en un patio blanco (pan, aceite, aguacate y tomate) y con el segundo café nos pusimos las gafas de sol. El calor apretaba, y Gran Canaria está a más de mil quinientos kilómetros de Conil: está vez sí me bañé. Apenas había gente a nuestro alrededor, habíamos caminado lo suficiente, y el agua fría espoleó mi cerebro, asentó mi pensamiento lo suficiente como para poder conversar sin demasiada dificultad.
 
Volvimos al apartamento y, de golpe, todo cambió. Así funciona la realidad. No recurre a interludios para evitar los giros de trama demasiado abruptos, inverosímiles. Cogimos el coche y volvimos todos a Córdoba. No hubo debate. A eso de las siete de la tarde estaba eligiendo una corona de flores con dos amigas de la infancia. Abrazamos lo mejor que pudimos. Las palabras no son tan necesarias ni precisas siempre.
 
El sábado por la tarde no tuvo nada que ver con el fin de semana, fue un paréntesis ineludible. Todo pasa ya demasiado deprisa, hasta lo interminable. Hicimos lo que considerábamos que debíamos hacer y, casi sin darnos cuenta, estábamos de nuevo en Conil. La temperatura había bajado. Dormí bien. Y por la mañana volvimos a desayunar en un patio blanco bajo un toldo rojo y a caminar por la playa. Algunas reuniones son más productivas de paseo.
 
El tiempo se desvanece irremediablemente, como las buenas rachas. Esto es una obviedad que no hay que repetir demasiado. Porque los reveses siempre terminan llegando y siempre lo hacen en mal momento, pero si encima llevabas tiempo rumiándolos ya tienes dos problemas, el originario y la cara de imbécil con la que lo recibes. Para lo bueno y para lo malo, ya queda menos.

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Esa mañana había visto un vídeo de un tiburón que había asustado a unos bañistas en Gran Canaria.

Los mejores años no dependen de los hitos que acumulen. Puede uno tener un año estupendo sin haber hecho nada nuevo. Aunque a veces los números son demoledores, y negar la evidencia es ridículo. En cualquier caso, son dos formas de llegar al mismo destino, a una buena racha. Una mañana, después de mirar el tiempo en el móvil y vestirte en consecuencia, sales de tu casa y no te preocupa nada. Entonces te detienes y levantas las cejas, impresionado; después retomas tu camino y aceleras el paso, como un testigo sin vocación, porque prefieres no decirte lo que piensas, por si lo gafas.
 
Teníamos previsto salir temprano, pero al final salimos tarde y nos pilló el atasco. Esto viene bien de vez en cuando, le recuerda a uno su insignificancia. Es como pasear por la Gran Vía: no corres el riesgo de sentirte especial. Llegamos y aparcamos al momento. Pero no porque tuviéramos suerte, sino gracias al hueco en el que nuestro amigo había aparcado su coche por la mañana. Eso no fue un pequeño detalle de los que facilitan la vida. Fue una jugada maestra. De la suerte es mejor no abusar.
 
La playa de Conil estaba hasta arriba de gente cuando llegamos, más al estilo festivalero que familiar, pero había bajado la marea, así que pudimos darnos un paseo. Me gusta más la playa desde que no nos afincamos en ella, desde que solo acudimos a ella para caminar. Esa mañana había visto un vídeo de un tiburón que había asustado a unos bañistas en Gran Canaria. Al final no me bañé. Por la noche descubrí lo que es el jamón de mar, pero no voy a entrar en detalles: no me gusta partir croquetas con las manos, no quiero decirle a nadie dónde tiene que merendar. Después nos bebimos una copa como quien no quiere la cosa, que sabe mucho mejor. «¿Nos tomamos algo?». «Bueno, venga, vamos allá».
 
Desayunamos en un patio blanco (pan, aceite, aguacate y tomate) y con el segundo café nos pusimos las gafas de sol. El calor apretaba, y Gran Canaria está a más de mil quinientos kilómetros de Conil: está vez sí me bañé. Apenas había gente a nuestro alrededor, habíamos caminado lo suficiente, y el agua fría espoleó mi cerebro, asentó mi pensamiento lo suficiente como para poder conversar sin demasiada dificultad.
 
Volvimos al apartamento y, de golpe, todo cambió. Así funciona la realidad. No recurre a interludios para evitar los giros de trama demasiado abruptos, inverosímiles. Cogimos el coche y volvimos todos a Córdoba. No hubo debate. A eso de las siete de la tarde estaba eligiendo una corona de flores con dos amigas de la infancia. Abrazamos lo mejor que pudimos. Las palabras no son tan necesarias ni precisas siempre.
 
El sábado por la tarde no tuvo nada que ver con el fin de semana, fue un paréntesis ineludible. Todo pasa ya demasiado deprisa, hasta lo interminable. Hicimos lo que considerábamos que debíamos hacer y, casi sin darnos cuenta, estábamos de nuevo en Conil. La temperatura había bajado. Dormí bien. Y por la mañana volvimos a desayunar en un patio blanco bajo un toldo rojo y a caminar por la playa. Algunas reuniones son más productivas de paseo.
 
El tiempo se desvanece irremediablemente, como las buenas rachas. Esto es una obviedad que no hay que repetir demasiado. Porque los reveses siempre terminan llegando y siempre lo hacen en mal momento, pero si encima llevabas tiempo rumiándolos ya tienes dos problemas, el originario y la cara de imbécil con la que lo recibes. Para lo bueno y para lo malo, ya queda menos.

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