Son las ocho de la mañana y el despertador suena como de costumbre. Un día más. Uno menos también. Luis se despierta. Lleva desde las siete con un ojo entreabierto por culpa de una repentina excursión al baño a eso de las cinco y media. La edad, que no perdona. Apaga el despertador y se incorpora. Aprovecha para poner la radio y se dispone a visitar el baño otra vez. En esta ocasión el sonido del agua caliente que golpea el lavabo se mezcla con las voces metálicas que salen de su viejo transistor. Los tertulianos sólo hablan sobre nuevas corrientes de feminismo e impuestos. “Todo el día con lo mismo” murmura mientras Luis mientras se humedece la cara con agua tibia y se llena el rostro de espuma de afeitar.
Acto seguido, camino a la cocina, mira de reojo las fotos de sus nietos que hay en el pasillo. Hace tiempo que no habla con Miguel. Y Sofía, que estudia en Madrid, y le llama cuando no está muy ocupada. Él sabe que tienen sus vidas y que están siempre de aquí para allá, pero desde que su abuela no está no hay quien les cante las cuarenta ni les mime a la hora de comer.
Hace dos meses que Pili se fue, y Luis está triste aunque no lo diga. “Como esta me deje solo me voy a buscar a una rubia de veinte años menos” decía a modo de chiste en las comidas con amigos, pero todo era una coraza. Porque Luis estaba enamorado de Pili hasta las trancas, y aunque no se lo decía mucho, verla feliz y sonriente era lo que llenaba de vida a sus ya ochenta años. No le pedía más a Dios, porque con ella era feliz hasta haciendo el cambio de armario. Ahora que ella no está, Luis mata el tiempo como puede: sale a Casa Pino a tomar café, luego va al hogar del pensionista para jugar al bingo con Esteban y Mauri, y al llegar a casa, se hace algo de pescado para comer. Todavía recuerda cómo olía esa cocina cada vez que ella guisaba. Y lo que más le hace pensar en ella son los olores: su ropa, su colonia, la hoja de laurel que le ponía a todo para darle “ese puntito” que ella tanto repetía. Desde que Pili se fue no ha vuelto a abrir el congelador. Aún es incapaz de ver ese tupper con la letra de su mujer en el que pone “arroz de paella”, su plato favorito que no ha vuelto a comer desde que ella no está.
Luis continúa con su vida, y aunque a veces le entren bajoncillos que lleva en silencio, sigue haciendo las cosas por dos. Hace de comer para uno, pero pone dos platos mientras, a lo lejos, suena un cassette de Antonio Machín con “Mira que eres linda”, la canción que bailaban cuando él se enfadaba y ella, con sus ojos de gata, le decía aquello de “Ven, tonto, que eres tan cascarrabias como buen bailarín”. Todavía sonríe al escucharla, casi puede verla delante. Hay días, cuando va al cine o al teatro, en los que compra dos entradas por si acaso Pili decide aparecer por allí. Por si sólo se hubiese ido con Concha y Margarita a jugar a las cartas como cada martes. Luis fantasea con la idea de volver a recogerla en el vespino que tuvo de joven con el que jugaban a ser Gregory Peck y Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, esa época en la que todo parecía menos cruel.
Luis sigue sin creerlo. ¿Cómo se juega al olvido? ¿Cuándo dejará de pensar en ella cuando juegue el Betis? Si a él nunca le gustó el fútbol. ¿Por qué se tuvo que ir ella primero? Siempre vivió con esa guerra interna: por un lado, no quería que Pili sufriera la soledad, aunque eso tuviese que suponer desear su muerte. Por otro, con todo lo que disfrutaba con sus nietos, él habría firmado irse primero siempre y cuando ella gozara de salud y pudiese hacer vida con ellos.
Es martes, y en un impulso juvenil y libertino, Luis ha decidido que va a ir a pelarse a la salida de misa, y eso que Lorenzo, su peluquero, está cerrado por vacaciones. Pero últimamente le ha dado por maquearse por si acaso ese día le da a la vida por llevárselo. Y, claro, él no se perdonaría que su Pili le viese con esos pelos. Porque quien fue presumido a los veinte lo sigue siendo a los ochenta. Las pieles se arrugan, pero bajo el caparazón siguen riendo y saltando los niños que fuimos.
Luis se adentra en una peluquería moderna, la única que ve abierta y en la que también hacen tatuajes. Un centro de estética masculina 360, un barbershop de esos que dicen ahora los yeyés. Entra algo agazapado, miedoso, y le pide que le corte el pelo a un chico que luce gafas de sol y viste una camiseta antigua del Zaragoza. El peluquero le hace sentarse en un sillón vintage (uno de los de toda la vida, vamos), lo reclina y le pone una toalla caliente en los ojos. Se oye una música de fondo que pone de los nervios a Luis. No entiende que llamen a eso música, pero no dice nada por educación. La batería conecta con la guitarra eléctrica. Y Luis, en silencio, oye una voz con acento granadino que entiende a medias, pero es tan adictiva que no puede parar de escuchar lo que dice aquel tipo hasta que logra descifrarla.
“Sentado, esperando a que llames,
rezando porque des una señal,
los días cada vez van más despacio,
y solamente puedo esperar”
Y ya no sabe si es que todo le recuerda a Pili o simplemente la letra de esa canción le está partiendo por la mitad.