El tipo llegó dando tumbos desde los arbustos al fondo de la playa, y se desplomó en la arena junto a nosotros. Junto a nosotros es quizá un decir, pues debían mediar lo menos treinta metros.
Su figura, sin embargo, destacaba ampliamente: no es todos los días que se muere alguien en la playa de Carnota, como tiroteado por un rayo; ni es todos los días que un lago de sangre negra como las moras se deshace lentamente sobre la orilla, por donde los niños juegan.
Hubo un grito, dos – entre ambos flotaron varios segundos. Fue como si el silencio se quebrara despacio; como una puerta roída y vieja que se abre después de mucho tiempo. Nadie corrió en su auxilio; nadie se movió de donde estaba, y tan sólo contemplaron a lo lejos mientras, al cabo de dos o tres horas, las ambulancias descendieron suavemente sobre las algas para confiscar el cadáver.
A la mañana siguiente apenas si una mención discreta en el periódico: Mariano M., vecino de Muros, hallado muerto de un disparo. Velado en el tanatorio local de Vilar y enterrado el mismo día, sin familia conocida.