Miedo

Claro, la guerra nuclear es la catástrofe por antonomasia, él ahora siente que le va a caer un pepinazo en cuanto ponga un pie fuera de casa.

Es un pobre ansioso. Sí, la ansiedad le consume y se ceba con él; coloca en su cabeza falsos pensamientos que cree a pies juntillas, como verdades reveladas. La ha tomado ahora con la guerra. Por lo visto lee todos los días cierto suplemento de un oscuro think tank americano. Algo oficial, del gobierno de allá o próximo; un instituto privado de antiguos empleados que no se ha aventurado muy lejos de la raíz; seguramente cuente con información privilegiada, de las agencias u organismos secretos… En fin. El caso es que lo lee a diario, con pasión, con detenimiento; salta con el menor detalle de sus informes pormenorizados: hablan de movimientos de tropas, combates, líneas de abastecimiento y suministro de armas, alianzas internacionales, discursos, diplomacia y amenazas veladas, o abiertas; de pronósticos y soluciones al conflicto o a su escalada, si aún las haya. Yo le digo que no le hace bien, por supuesto, que tal énfasis en el seguimiento sólo alimenta su ansiedad y su miedo, y multiplica sus pensamientos catastróficos; siempre los ha sufrido pero ahora se le han disparado. Claro, la guerra nuclear es la catástrofe por antonomasia, él ahora siente que le va a caer un pepinazo en cuanto ponga un pie fuera de casa. Me dijo el otro día, en la última sesión, que no es capaz ya de mirar normal a la gente por la calle, a los edificios y las avenidas y las glorietas o las estaciones de metro, a las marquesinas de autobús o las cafeterías, los restaurantes y tiendas de ropa, los parques, las plazas. Los ve destrozados; ruinas humeantes de una devastación atómica; cráteres grandes como estadios; cadáveres carbonizados adheridos al suelo y las paredes; gente ya unida o separada para siempre, detenida en el tiempo, y la ciudad entera arrasada, borrada del mapa. O bien a las tropas avanzando por las mismas calles, rifle en mano y disparando ráfagas contra el enemigo, escaramuzas, o abatiendo en el sitio a algún pobre civil despistado, a quien la guerra pilló de improviso. Está fuera de control. No duerme, come poco. Ha pedido excedencia en el trabajo pero no cree ya que vuelva: es incapaz de pensar en otra cosa, no digamos reunir la confianza y energía para ejecutar cualquier tarea, coordinar un equipo, cumplir deadlines. Ha adelgazado y perdido pelo. No se da cuenta de que todo es irreal, síntoma y no causa de su ansiedad destructiva, que estaba allí antes, siempre, silenciosa y acechante a la espera del chispazo que hiciera saltar todo por los aires. Por supuesto ha tenido más episodios en el pasado, pero ninguno como éste; no, desde luego no como éste. En realidad sí es consciente, pero la misma parte de él que toma conciencia al mismo tiempo le susurra que no, que la ansiedad no es tal y que sus miedos sí son reales. No tiene un segundo cerebro con el cual procesar lo del primero, claro, ninguno lo tenemos; un filtro milagroso que desagüe lo malo y se quede sólo con lo verdadero y bueno, con la cristalina certeza. Tampoco ayuda su imaginación extraordinaria. Fabula, construye, inventa. En buena época le ha servido para alguna solución ingeniosa; algún negocio creativo que le ha valido créditos en el trabajo, ascensos, reconocimiento de sus jefes y compañeros. Es inteligente, sin duda, muy a su pesar. Y esa inteligencia se le ha vuelto ahora en contra, como un cáncer; como una espada empuñada en su filo que abre e infecta la carne. El miedo es un sarpullido; como rascar obsesivamente la costra de una herida: el paciente piensa que le hace bien, que así circunvala y desnuda el problema y lo pone en vías de solución, pero es justo lo contrario: lo agranda y empeora; se engangrena, y cobra de pronto una dimensión y una gravedad que no se corresponden en absoluto con la realidad.

Después de hablar con su mujer y terminar su desayuno, el psicólogo salió de casa y puso rumbo a la clínica. Miró hacia arriba: una veta gris partía el cielo en dos, y en general el día era frío, desapacible. De pronto un estruendo monstruoso sacudió la calle, resonó en los edificios; el psicólogo se tiró instintivamente al suelo, temblando de miedo. Era un avión comercial en vuelo raso, que se aproximaba al aeropuerto. Respiró. El miedo, por lo visto, también es contagioso.

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Claro, la guerra nuclear es la catástrofe por antonomasia, él ahora siente que le va a caer un pepinazo en cuanto ponga un pie fuera de casa.

Es un pobre ansioso. Sí, la ansiedad le consume y se ceba con él; coloca en su cabeza falsos pensamientos que cree a pies juntillas, como verdades reveladas. La ha tomado ahora con la guerra. Por lo visto lee todos los días cierto suplemento de un oscuro think tank americano. Algo oficial, del gobierno de allá o próximo; un instituto privado de antiguos empleados que no se ha aventurado muy lejos de la raíz; seguramente cuente con información privilegiada, de las agencias u organismos secretos… En fin. El caso es que lo lee a diario, con pasión, con detenimiento; salta con el menor detalle de sus informes pormenorizados: hablan de movimientos de tropas, combates, líneas de abastecimiento y suministro de armas, alianzas internacionales, discursos, diplomacia y amenazas veladas, o abiertas; de pronósticos y soluciones al conflicto o a su escalada, si aún las haya. Yo le digo que no le hace bien, por supuesto, que tal énfasis en el seguimiento sólo alimenta su ansiedad y su miedo, y multiplica sus pensamientos catastróficos; siempre los ha sufrido pero ahora se le han disparado. Claro, la guerra nuclear es la catástrofe por antonomasia, él ahora siente que le va a caer un pepinazo en cuanto ponga un pie fuera de casa. Me dijo el otro día, en la última sesión, que no es capaz ya de mirar normal a la gente por la calle, a los edificios y las avenidas y las glorietas o las estaciones de metro, a las marquesinas de autobús o las cafeterías, los restaurantes y tiendas de ropa, los parques, las plazas. Los ve destrozados; ruinas humeantes de una devastación atómica; cráteres grandes como estadios; cadáveres carbonizados adheridos al suelo y las paredes; gente ya unida o separada para siempre, detenida en el tiempo, y la ciudad entera arrasada, borrada del mapa. O bien a las tropas avanzando por las mismas calles, rifle en mano y disparando ráfagas contra el enemigo, escaramuzas, o abatiendo en el sitio a algún pobre civil despistado, a quien la guerra pilló de improviso. Está fuera de control. No duerme, come poco. Ha pedido excedencia en el trabajo pero no cree ya que vuelva: es incapaz de pensar en otra cosa, no digamos reunir la confianza y energía para ejecutar cualquier tarea, coordinar un equipo, cumplir deadlines. Ha adelgazado y perdido pelo. No se da cuenta de que todo es irreal, síntoma y no causa de su ansiedad destructiva, que estaba allí antes, siempre, silenciosa y acechante a la espera del chispazo que hiciera saltar todo por los aires. Por supuesto ha tenido más episodios en el pasado, pero ninguno como éste; no, desde luego no como éste. En realidad sí es consciente, pero la misma parte de él que toma conciencia al mismo tiempo le susurra que no, que la ansiedad no es tal y que sus miedos sí son reales. No tiene un segundo cerebro con el cual procesar lo del primero, claro, ninguno lo tenemos; un filtro milagroso que desagüe lo malo y se quede sólo con lo verdadero y bueno, con la cristalina certeza. Tampoco ayuda su imaginación extraordinaria. Fabula, construye, inventa. En buena época le ha servido para alguna solución ingeniosa; algún negocio creativo que le ha valido créditos en el trabajo, ascensos, reconocimiento de sus jefes y compañeros. Es inteligente, sin duda, muy a su pesar. Y esa inteligencia se le ha vuelto ahora en contra, como un cáncer; como una espada empuñada en su filo que abre e infecta la carne. El miedo es un sarpullido; como rascar obsesivamente la costra de una herida: el paciente piensa que le hace bien, que así circunvala y desnuda el problema y lo pone en vías de solución, pero es justo lo contrario: lo agranda y empeora; se engangrena, y cobra de pronto una dimensión y una gravedad que no se corresponden en absoluto con la realidad.

Después de hablar con su mujer y terminar su desayuno, el psicólogo salió de casa y puso rumbo a la clínica. Miró hacia arriba: una veta gris partía el cielo en dos, y en general el día era frío, desapacible. De pronto un estruendo monstruoso sacudió la calle, resonó en los edificios; el psicólogo se tiró instintivamente al suelo, temblando de miedo. Era un avión comercial en vuelo raso, que se aproximaba al aeropuerto. Respiró. El miedo, por lo visto, también es contagioso.

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