Estaba en una videollamada de trabajo y por debajo el WhatsApp web activado. Amigos preguntando por una conocida, que no la encontraban. ¿Cómo me concentro? Conseguimos información. Está bien. No responde porque no tiene batería y no hay luz. Menos mal.
No puedo escribir nada, no puedo pensar, no sé como trabajar mientras en la pantalla se suceden imágenes horrorosas de pueblos en los que he estado centenares de veces porque están a poquísimos kilómetros del mío. Me duele la espalda de tenerla encogida enfrente del ordenador y estoy en bucle viendo fotos, vídeos, tuits, mensajes de WhatsApp, llamadas. Yo tuve suerte, nadie que conozco está muy afectado pero sí amigos de amigos, familiares de amigos, vecinos. Vecinos que también son parte de lo que soy yo.
Me escribe otra amiga: ¿estáis bien? Le pregunto de vuelta. Sus familiares han perdido la casa. El amigo de otra amiga pasó la noche en el techo de su coche. Vio morir a personas ahogadas.
Qué es este horror. «El dolor, a veces, es simplemente dolor. No purifica, no nos hace mejores. Solo daña» escribió Leila Guerriero. Que alguien me despierte.
Para los que vivimos en esa zona del Mediterráneo ya sabemos que octubre viene con temporales y que aquí ‘la pluja no sap ploure’ (‘la lluvia no sabe llover’) como decía el cantante Raimon. Nunca llueve hasta que llueve. Llevo toda la vida escuchando eso pero nunca me imaginé que vería como lugares que son familiares para mí estarían destruidos, acabados, inundados por terror y barro.
Una nunca se imagina que las tragedias vayan a golpear en el centro de su cotidianidad. Eso no sucede, no puede suceder. No aquí, no en mis carreteras, no dónde compro en el supermercado, por dónde entro a la ciudad, dónde vamos al cine o dónde está el colegio en el que trabaja mi amiga. Esto es mi hogar, aquí debería estar segura.
Somos nada, nuestra existencia pende de un hilo, se zarandea entre vientos huracanados, barrancos que estallan, coches con las puertas bloqueadas, garajes que se convierten en prisiones y casas que dejan de ser refugios por momentos. Somos nada, puntitos en un universo gigantesco, entre nubes y cielos tenebrosos.
Intento calmarme. Somos nada.
Me llegan nuevos vídeos: unos chicos yendo a limpiar calles, gente que ofrece su casa, gente que se ofrece a ir a buscar a otros desaparecidos apenas tienen internet, bomberos haciendo turnos de 60 horas, policías jugándose el tipo, enfermeras y médicos sin dormir. Me llegan mensajes de todas las partes del mundo. Son mis amigos: ¿estáis bien? ¿Está tu familia bien, tus amigos? Nudo en la garganta. No somos nada pero cuando hay que arremangarse nadie duda. La oleada de solidaridad no es casual, habla de quiénes somos, habla de que formamos parte de algo muchísimo más grande que nosotros. No somos nada, somos mucho más que eso: somos vecinos, somos personas conectadas por el deseo de vivir, podemos ser la mano que sostiene al otro cuando sólo hay oscuridad y horror. Podemos llegar a ser esperanza.
Nací, crecí, reí, lloré, fui y soy en el Mediterráneo y podría decir algo con bastante certeza: saldremos de esta como hemos salido de todas las demás.
T’estime, València.