Momentos significativos

Las Navidades son muchas cosas, pero no son espontáneas.

Se acaban los Reyes y la Navidad y lo vivo con alivio. Tengo ganas de volver a Madrid. A mi casa, a mi rutina; a mi trabajo y amigos. A estas alturas otros años la ansiedad me apretaba el pecho, pero ahora es al revés: la ansiedad queda atrás, con las efemérides, las reuniones y celebraciones; con los momentos significativos. Quizá eso es madurar: la Navidad se convierte en un saco de responsabilidades, de solemnidades. Cuando es niño uno no advierte tales cosas, porque la función está dispuesta para él: él es protagonista, y el protagonista ignora el guión, la puesta en escena. El protagonista vive su aventura, y los demás se preocupan de que la aventura cumpla las expectativas. Pero ahora he cruzado el telón y he visto las tripas de la máquina. Supongo que es el dilema del adulto: seguir pisando a fondo el pedal de la ilusión, aún cuando sabe que no es más que un pedal.

Tengo amigos entusiastas de los rituales. Algunos lo son sólo en teoría; sé de uno que lo es también en práctica. Yo lo soy cada vez menos. Si estas Navidades las he vivido con angustia ha sido por la saturación de rituales. Desde los más evidentes: las uvas, las cenas, comidas, regalos; a los más anodinos: salir de fiesta, el turrón, el viaje en tren o coche. Creo que por fin entiendo a los setembristas. Poco a poco me voy convirtiendo en uno. O en enerista, al menos. No pesa ya sobre mí la obligación de disfrutar, de estar risueño y feliz, de aprovechar el tiempo libre. Es, por lo demás, un sistema inadecuado a su propósito. La felicidad no es un reloj, una máquina que haya que engrasar y poner en marcha. Es más bien un gas, una brisa, que llega cuando no se le espera. Es como la inspiración: no se le puede sin más invocar; a lo sumo lo que se puede es estar alerta por si se presenta.

La felicidad no es solemne: es espontánea. Estoy, por tanto, ávido de espontaneidad. Las Navidades son muchas cosas, pero no son espontáneas. Al contrario: son un mecanismo preciso de comportamientos, códigos. Desde las luces en la calle a las copas en la mesa todo está medido, estudiado al detalle. El ritual de las doce uvas, sin parangón en el resto del mundo, es paradigmático en este sentido. No hay un movimiento en falso, una sonrisa fuera de lugar. Cada minuto es decisivo. Existe, por tanto, un desajuste fundamental entre fin y medios. No quiero más fechas señaladas: quiero un miércoles, un martes cualquiera a las seis de la tarde. Quiero el metro lleno de idiotas. Quiero correos, reuniones, una cerveza, un abrazo, un paseo. Creo que es mucho más consecuente.

Feliz 2025.

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Se acaban los Reyes y la Navidad y lo vivo con alivio. Tengo ganas de volver a Madrid. A mi casa, a mi rutina; a mi trabajo y amigos. A estas alturas otros años la ansiedad me apretaba el pecho, pero ahora es al revés: la ansiedad queda atrás, con las efemérides, las reuniones y celebraciones; con los momentos significativos. Quizá eso es madurar: la Navidad se convierte en un saco de responsabilidades, de solemnidades. Cuando es niño uno no advierte tales cosas, porque la función está dispuesta para él: él es protagonista, y el protagonista ignora el guión, la puesta en escena. El protagonista vive su aventura, y los demás se preocupan de que la aventura cumpla las expectativas. Pero ahora he cruzado el telón y he visto las tripas de la máquina. Supongo que es el dilema del adulto: seguir pisando a fondo el pedal de la ilusión, aún cuando sabe que no es más que un pedal.

Tengo amigos entusiastas de los rituales. Algunos lo son sólo en teoría; sé de uno que lo es también en práctica. Yo lo soy cada vez menos. Si estas Navidades las he vivido con angustia ha sido por la saturación de rituales. Desde los más evidentes: las uvas, las cenas, comidas, regalos; a los más anodinos: salir de fiesta, el turrón, el viaje en tren o coche. Creo que por fin entiendo a los setembristas. Poco a poco me voy convirtiendo en uno. O en enerista, al menos. No pesa ya sobre mí la obligación de disfrutar, de estar risueño y feliz, de aprovechar el tiempo libre. Es, por lo demás, un sistema inadecuado a su propósito. La felicidad no es un reloj, una máquina que haya que engrasar y poner en marcha. Es más bien un gas, una brisa, que llega cuando no se le espera. Es como la inspiración: no se le puede sin más invocar; a lo sumo lo que se puede es estar alerta por si se presenta.

La felicidad no es solemne: es espontánea. Estoy, por tanto, ávido de espontaneidad. Las Navidades son muchas cosas, pero no son espontáneas. Al contrario: son un mecanismo preciso de comportamientos, códigos. Desde las luces en la calle a las copas en la mesa todo está medido, estudiado al detalle. El ritual de las doce uvas, sin parangón en el resto del mundo, es paradigmático en este sentido. No hay un movimiento en falso, una sonrisa fuera de lugar. Cada minuto es decisivo. Existe, por tanto, un desajuste fundamental entre fin y medios. No quiero más fechas señaladas: quiero un miércoles, un martes cualquiera a las seis de la tarde. Quiero el metro lleno de idiotas. Quiero correos, reuniones, una cerveza, un abrazo, un paseo. Creo que es mucho más consecuente.

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