Montañas de basura

Montañas de basura hasta donde alcanza la vista. Poner un pie en la calle es deporte de riesgo; si no te tumba el olor una rata puede pegarte el hantavirus. Es asqueroso. Los mafiosos del sindicato se han levantado contra el Ayuntamiento, que no hace nada. Mientras tanto, el personal cobra el sueldo mínimo, trabaja sin protección o garantías; en lo que va de año cuatro han cogido baja por depresión; a uno le han amputado una mano por un corte infectado y otro ha muerto, cayó del camión en marcha por estar mal asegurado el cierre en la carrocería. El problema es que la paga insuficiente se queda por el camino en manos del jefe, Antonio Maidán El Cachas, Rey de las Basuras, jamás pensé que los Soprano pudieran verterse en la vida real pero así es. Y el alcalde, encima, tipo anfibio y cabrón, ha radiografiado perfectamente la situación y sabe que si aguanta un poco más, sólo un poquito, tiene todas las de la ley para declarar la emergencia sanitaria y hacerse con el Pleno. Es un poco como el dictador en Roma, pero mucho más cutre: a las puertas de la ciudad se reúne ya la maloliente horda bárbara; es preciso un líder carismático y fuerte que le plante cara -y se llene los bolsillos y asegure cuatro años más de gobierno, de paso-. La ciudad está sitiada; la que fuera cuerno del norte y destino veraniego ya no es; la calle es sólo mierda y ni siquiera la lluvia, la tenaz y abarcadora lluvia del norte es capaz de limpiarla. Los atardeceres han desaparecido. En agosto, en la estación seca o menos húmeda y cuando el anticiclón se posaba como un pétalo sobre las islas X, solían venir dos o tres semanas de tiempo dulce que era el mejor del país. Temperaturas tibias marcaban el cielo como una acuarela; caravanas púrpuras sobrevolaban la playa y te ibas a dormir tranquilo. Ahora ya no. La peste que despide el vertedero se acumula a media y baja altura durante el día, refriéndose con el calor, para subir por la noche y colorear el aire de un marrón alcantarilla. En el paseo no se ve más allá del rompeolas. La ciudad, en efecto, está sitiada.

Por los comunes provechos, dejad los particulares. Esto reza una placa de piedra en los escalones del Ayuntamiento. Alude a la esencia del servicio público, para recordarle todos los días al funcionariado por qué está ahí. Incidentalmente, los políticos no son funcionarios; nuestro alcalde no lo es, desde luego, por eso se piensa que la cosa no va con él. Tampoco es que vaya mucho por allá; teletrabaja, dice, desde su chalet o coche oficial, con lo que no tiene ocasión de leer y reflexionar como el resto. Aunque no lo sea, sin embargo, sorprende la naturalidad con que se desentiende del común provecho. De Antonio Maidán El Cachas no cabría esperar tal cosa, sin duda, pero sí quizás de alguien elegido por todos para servirnos, o al menos no dar mucho por saco. En fin. La gente empieza a estar harta. Es normal. He oído de cierto señor, un tipo que atiende plagas de murciélagos en las afueras, que se ha lanzado con su flotilla de cuatro o cinco furgonetas a recoger él solito la mierda. Hace sus rondas por la noche. Va y cubre los barrios del sur a última hora y de ahí el resto de la ciudad. Al amanecer ha terminado, y lo mejor es que el tío coge y le vacía las furgonetas al alcalde en el chalet, y otro tanto al Cachas. Varios días se han despertado con la mierda apestando en la puerta, tostada al Sol de la mañana, antes siquiera de que llegue el periódico. El alcalde ha abierto diligencias y puesto a la municipal tras él, pero no lo pillan. Y Maidán le ha enviado algún gorila. El otro día apareció uno maniatado e inconsciente, la nariz y el brazo partidos. Nadie sabe qué ha pasado pero todos sospechan de nuestro amigo. Batman, le empiezan a llamar.

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(puedes leer la segunda parte aquí)

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