Morir viviendo

Tiene que ver con la tranquilidad de un domingo, la pereza de un lunes.

Cuando me subo a un avión tengo la costumbre de no mirar a las azafatas mientras explican el protocolo de emergencia. No sé cuando tomé esta decisión, pero se basa en no querer saber nada de la muerte. Si tengo que irme de este mundo quiero que sea sin ser consciente. No quiero verla venir a lo lejos desde la cama de un hospital o una residencia. Tampoco en la agonía de un accidente aéreo. Quiero que me coja riendo, saltando, cantando una canción, gritando un gol, haciendo el amor o dando un beso. Que me lleve por delante y me haga saltar por los aires como a los grandes toreros.

No tiene nada que ver con vivir pisando el acelerador y sonreírle a la parca en cada curva que libro sin apretar el freno. Tiene que ver con la tranquilidad de un domingo, la pereza de un lunes, la media hora que me paso hablando con Igor mientras escoge mis tomates, ver cómo se enamoran mis amigos y cómo siguen errando las flechas que lanza cupido con mi nombre. Disfrutar del fútbol, llamar a mis padres, celebrar los éxitos de la gente que me quiere como si fueran míos, trabajar a destajo en el noble arte de conocerse a uno mismo y rezarle a Dios sólo cuando el día se oscurece, como buen pecador. Buscar tiendas Gourmet donde encontrar nuevas conservas, visitar exposiciones, comer queso y beber vino, mucho vino, llegar alguna mañana a casa con el sol saliendo y entregarse a la siesta como lo haría un recién nacido. Pasear por el coto con mi tío y los perros, subir una montaña y sufrir entre las grietas que marcan las hechuras de mi alma mientras me tiemblan las piernas, se me acelera el corazón y veo a mis demonios cabalgar sobre mi pecho. Escuchar al mar, sentir la arena, comer lechazo hecho en un horno de leña, leer algún libro y disfrutar del silencio y de la cresta de una abubilla en medio tanto hombre moderno. No me aterra saber que habrá un momento donde la luces se apagarán, las campanas doblarán en mi recuerdo y dejaré de disfrutar de todos estos momentos. Porque esa certeza es que le da valor a las personas con las que comparto mi tiempo.

Quizá todo lo anterior se resuma en que no quiero morir como lo hizo mi abuela hace unos meses. Ella se fue sin sufrir, a sus noventa y cuatro años y con todo el amor de sus amigos, hijos y nietos. Pero se fue desde una cama y una silla de ruedas donde pasó mucho tiempo. Ella esperó a la muerte desde aquel lugar frío y siniestro sin la posibilidad de disfrutar sus últimos años por culpa de su falta de movilidad y su alzhéimer. Y, aunque sea egoísta porque signifique privar a quienes me quieren de mi tiempo, es algo que no quiero. Quiero vivir una vida normal con los sobresaltos que me generarán el amor, la felicidad, las decepciones y el miedo. Quiero disfrutar. Reír y llorar. Abrazar al sol en invierno. Quiero morir viviendo. Tan sólo eso.

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Tiene que ver con la tranquilidad de un domingo, la pereza de un lunes.

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No tiene nada que ver con vivir pisando el acelerador y sonreírle a la parca en cada curva que libro sin apretar el freno. Tiene que ver con la tranquilidad de un domingo, la pereza de un lunes, la media hora que me paso hablando con Igor mientras escoge mis tomates, ver cómo se enamoran mis amigos y cómo siguen errando las flechas que lanza cupido con mi nombre. Disfrutar del fútbol, llamar a mis padres, celebrar los éxitos de la gente que me quiere como si fueran míos, trabajar a destajo en el noble arte de conocerse a uno mismo y rezarle a Dios sólo cuando el día se oscurece, como buen pecador. Buscar tiendas Gourmet donde encontrar nuevas conservas, visitar exposiciones, comer queso y beber vino, mucho vino, llegar alguna mañana a casa con el sol saliendo y entregarse a la siesta como lo haría un recién nacido. Pasear por el coto con mi tío y los perros, subir una montaña y sufrir entre las grietas que marcan las hechuras de mi alma mientras me tiemblan las piernas, se me acelera el corazón y veo a mis demonios cabalgar sobre mi pecho. Escuchar al mar, sentir la arena, comer lechazo hecho en un horno de leña, leer algún libro y disfrutar del silencio y de la cresta de una abubilla en medio tanto hombre moderno. No me aterra saber que habrá un momento donde la luces se apagarán, las campanas doblarán en mi recuerdo y dejaré de disfrutar de todos estos momentos. Porque esa certeza es que le da valor a las personas con las que comparto mi tiempo.

Quizá todo lo anterior se resuma en que no quiero morir como lo hizo mi abuela hace unos meses. Ella se fue sin sufrir, a sus noventa y cuatro años y con todo el amor de sus amigos, hijos y nietos. Pero se fue desde una cama y una silla de ruedas donde pasó mucho tiempo. Ella esperó a la muerte desde aquel lugar frío y siniestro sin la posibilidad de disfrutar sus últimos años por culpa de su falta de movilidad y su alzhéimer. Y, aunque sea egoísta porque signifique privar a quienes me quieren de mi tiempo, es algo que no quiero. Quiero vivir una vida normal con los sobresaltos que me generarán el amor, la felicidad, las decepciones y el miedo. Quiero disfrutar. Reír y llorar. Abrazar al sol en invierno. Quiero morir viviendo. Tan sólo eso.

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