Se me han juntado de golpe varias ideas en la cabeza, así que no voy a escribir sobre ninguna: no me apetece poner en orden tanto alboroto. Iba a escribir sobre las diferentes formas de ver el fútbol; sobre los que prefieren ver los partidos en soledad, sobre los que prefieren la compañía, sobre los que se pierden las finales por no confiar lo suficiente en sus equipos. También habría incluido el momento en el que un niño pequeño, ante el griterío de los adultos, no tarda en pasar de la perplejidad a la celebración, aun sin saber lo que es un gol. En definitiva, habría deslizado una serie de postales costumbristas en bares y salones. Pero sucede que estoy en la playa, y la relajación derivada del cambio de temperatura me impide acometer cualquier tarea que implique un mínimo esfuerzo.
Beatriz y su padre se han ido a pasear, y yo me he quedado en la terraza. El aire fresco acaricia mis tobillos y mece el faldón del toldo. Los niños gritan y chapotean en la piscina. Dos adolescentes, ajenas al mundo que les rodea, posan y se fotografían en el bordillo. Los vencejos giran vertiginosamente justo antes de estrellarse contra las ventanas. Esta mañana me he fijado en el nombre de los desvíos de las autovías cuya función es detener los vehículos a los que les fallan los frenos: lecho de frenado. Me he quedado con las ganas de dejarme llevar. Voy a darme el gusto ahora.
También podría haber escrito sobre la última película que he visto. Iba a ser un no, pero al final fue un sí, o eso creo. Después de verla me apetecía tomarme una cerveza y hacer algunas preguntas; supongo que por eso la balanza terminó inclinándose a su favor. Trataba, entre otras cosas, sobre las decisiones del pasado, sobre lo que nunca llegó a suceder, que también es parte de lo que somos. Era una película pausada, sutil, melancólica. La fotografía y la música iban en la misma dirección: rascacielos humeantes de Nueva York, pianos silenciosos, fumadores a contraluz. Pero una decisión de la protagonista me pareció demasiado desconsiderada, casi inverosímil, y por un momento dejó de caerme bien. Ahora no sé si sigo pensando lo mismo. En cualquier caso, tampoco es necesario comprenderlo todo para poder disfrutarlo. Llevamos años emocionándonos con canciones cuyas letras no entendemos.
Beatriz y su padre siguen paseando. Después del arroz del senyoret, las clóchinas (efectivamente, con tilde en la o) y la siesta, me habría venido bien irme con ellos; aun así, sorprendentemente, no me siento pesado; quizá deba agradecérselo al pantalón ligero que me compré la semana pasada. Los niños siguen jugando en la piscina; ya estarán arrugadas las yemas de sus dedos. Las adolescentes se han acercado a hablar con el socorrista, que las supera en timidez. Cuatro ancianas han bajado al jardín y charlan sentadas en sus sillas plegables; una de ellas, que se va pero no se va, disfraza de agobio lo que en realidad es orgullo por la visita de todos sus hijos. Los vencejos siguen tirando de freno de mano. Y yo escribo con gafas de sol, que no sé si es de mala educación.
Mañana pasearemos por la playa y quizá desayunemos en algún chiringuito. Después, antes de que la gente cambie la arena por la piscina, me gustaría hacer un buen puñado de largos, y leer un rato el libro que estoy deseando terminar. Comeremos una ensalada sencilla, con atún, cebolla tierna, tomate y lechuga, y la acompañaremos con lo que pillemos: cocina de aprovechamiento. Pero me estoy adelantando. ¿Quién sabe lo que haré mañana? Se despista uno y se le alborota la nada que tenía prevista.