No sé muy bien cómo tiene que afectarme haber cumplido veintiséis años, porque para mí suenan mucho más serios que todos los anteriores. Pero he vuelto de la panadería de Mariano con la barra de pan a la mitad porque por el camino no he sido capaz de aguantarme las ganas. Supongo que eso no es algo que haría un adulto, aunque es buena señal porque quiere decir que el niño que llevo dentro todavía sigue intacto. Y ayer, antes de la cena con mis hermanos, pasé a pagarle a Josefa las verduras que me había fiado el otro día porque no tenía efectivo y, como no me gusta pagar con tarjeta en las tiendas del barrio, nuestra relación dependía de nuestra palabra, de nuestro honor, del respeto que nos tuviéramos entre nosotros y creo que no hay nada más bonito que en medio de tanto bizum y de tanta inmediatez todavía haya lugar para el trato que había antes de que todo se fuera al traste. Lo mejor de toda esta situación fueron los gritos de Josefa a la una de la tarde en plena calle llamándome cariño y pidiéndome que diera la vuelta por haberle pagado de más en concepto de intereses porque no me había podido pasar al día siguiente. No sé muy bien por qué, pero salí corriendo como cuando robábamos chicles en la tienda de caramelos que hacía esquina en la calle del colegio. El niño seguía campando a sus anchas a pesar de haber soplado la vela de los veintiséis el día anterior por la tarde.
Pero antes de terminar huyendo de los gritos de mi querida Josefa, pasé a cortarme el pelo por la peluquería de Hilario, que está cerca de la Calle Gabriel Lobo. Hilario y yo nos conocemos desde hace cinco años, que es cuando llegué a Madrid y, desde entonces, nunca ha importado en que parte de la ciudad he vivido porque no me he ido a cortar el pelo a ningún a otro lado. Incluso he dejado de cortarme el pelo en Oviedo. Por suerte, su hijo está con él y la durabilidad del negocio está más que garantizada. Así que, salvo que me vaya de Madrid, no necesitaré cambiar de peluquero en los próximos veinte o treinta años. Esto puede dar a entender que me corto el pelo una vez cada dos meses, pero la realidad es muy distinta. Veo a Hilario tres o cuatro días al año, que es cuando mi pelo alcanza una magnitud ingobernable, o puedo hacerme con él una coleta en la parte de atrás como los toreros. Pero lo que hace que no quiera cambiarme de peluquero, además de lo bien que corta el pelo, es que me siento como en casa. No importa el tiempo que pase que su sonrisa siempre está al otro lado de la puerta, las conversaciones de fútbol a la orden del día y, lo más importante de todo, me hace acordarme de la peluquería de Manolo donde mi padre me llevaba a cortarme el pelo de pequeño.
Me suenan muy serios los veintiséis mientras cruzo el Puente de Juan Bravo camino de Miguel Ángel bajo una lluvia con la que no contaba, porque tengo la sensación, quizá equivocada, de que ahora empieza la cuenta atrás hasta los treinta, donde se supone que uno tiene que llegar con los deberes hechos. Una novia de unos cuantos años con la que casarse, ir pensando en los hijos, la posibilidad de dar la entrada de un piso y todo ese tipo de cosas de la etapa adulta para las que, de momento, llego tarde. Aunque pensándolo bien, llego a tiempo porque nunca he seguido los moldes ni las modas, siempre he hecho lo que le ha dado la gana y no he tenido otro objetivo en la vida que pasármelo bien mientras fracaso para no venirme muy arriba cuando en la moneda salga cara. Por lo que toda esa posible presión, todo ese agobio, me importa bastante poco. Sobre todo, en el amor, que junto a la salud es lo único en esta vida que no se escoge. Así que menos expectativas, menos estereotipos y más decirle a nuestros padres y nuestros amigos que los queremos. Que el día menos pensado se mueren y hemos estado perdiendo el tiempo pensando en gilipolleces. No se puede ir por la vida creyendo que uno llega tarde a los sitios. Porque hay lugares donde no hace falta llegar y otros donde se llega cuando toca. Que no es ni pronto ni tarde. Si no a la hora que Dios acordó con el destino.