No escucho a Taylor Swift, escucho a las swifties

Veo en la portada de El País Semanal la figura serpenteante, las piernas envidiables (hasta aquí podría ser Rihanna o Ariana Grande), y el pelo rubísimo, casi blanco, junto al titular: “La jefa”. Taylor Swift llegó a las manos del que compró el periódico el domingo, y a la vida de cualquiera que tenga redes sociales, oídos o memoria. 

Yo escuché su Love Story en Disney Channel y me pareció una buena transición a la adolescencia. Me convenció porque Taylor Swift era una princesa estadounidense. A mis 12 años me descargué en el Motorola verde la canción de Our Song, que dice: “our song is the slamming screen door/ sneakin' out late, tapping on your window”. Me encajaba especialmente la parte de “cuando hablamos por teléfono, y hablas muy bajito porque es tarde y tu madre no lo sabe”, aunque nadie me llamaba entonces, solo mi padre. Fantaseaba con darme toques con chicos con el pelo larguito que en verano hicieran surf o tuvieran esa estética de salitre en la piel y collar de conchas pegado al cuello. Probablemente, Taylor había escrito el tema en un rancho tejano, y yo me la ponía antes de bajar a la piscina en una urbanización a las afueras de Sevilla. Pensaba, porque era más divertida la idea del amor que el amor en sí, en un chaval con los ojos achinados. También fabulaba cuando me ponía You belong with me. En ese videoclip la artista estaba disfrazada de una chica como yo, es decir, miope. Ya había visto en algunas películas ese mensaje: Gafas = fea. Era tan fácil como que alguien te las quitara y te convirtieras, de repente, es una mujer deslumbrante (aunque ciega, en mi caso).

Ha pasado el tiempo, ya no me apetece tanto ir a la piscina y Taylor, que recorre el mundo en su jet, ya no es para mí. Me pregunto por qué. Quizás sea por la misma razón por la que antes me gustaba la belleza incuestionable de Zac Efron y ahora me interesa más el atractivo anómalo de Adam Driver. Me inquieta que esta compositora haya triunfado mucho más que Miley Cyrus o Selena Gómez, y evito pensar que es porque ellas fueron más indómitas o enfermas, porque se raparon o engordaron. Supongo que nunca sentí, de verdad, que pudiera formar parte de su grupo. No me percibí como modosa o ingenua, ni tengo esa piel pálida con los labios rojísimos en contraste, ese moño perfectamente desenfadado y esa naturalidadal llevar ropa planteada, brillo y plumas. 

Me devuelve a la adolescencia, pero no entiendo a Taylor Swift en su complejidad, del mismo modo que Beyoncé me deja fría, pero sí soy más de Rosalía (una artista que me invoca la sensación de una risa tonta, relajada y ancha). Sé que las tres son alucinantes, monstruos del espectáculo con voz memorable y discurso trabajado. Aunque no participe en el juego swiftie, disfruto al ver que las chavalas tienen sus ritos. Crean lugares libres de cinismo, donde adultas, adolescentes y las niñas bailan, se cambian sus pulseras y participan en la narración inventada por la artista. Me gustan sus uniformes en los conciertos, disfraces basados en los discos de Taylor; incluso me da un poco igual que compren en la tienda asiática shein complementos que luego tirarán. Yo qué sé, no existe un discurso que cale contra los futbolistas y sus fiestas sin móviles con modelos anónimas y prostitutas jovencísimas. Me gusta que el exnovio de Taylor, el que le sacaba más 10 años, estuviera cagado por si ella decidía contar su historia (lo hizo en All too well) y me gusta que escriba a sus amantes (perdona, tú harías lo mismo). Es una pequeñísima victoria frente a todo lo que nos hacéis. 

Una vez una colega me dijo que mi serie favorita era una mierda superficial y que era muchísimo mejor otra (prácticamente igual, al menos con la misma temática). Me hizo sentir triste. No se puede estar todo el día con Patti Smith, Walt Whitman y colocada de peyote en mitad de la noche. Mi ejemplo es una compañera de universidad, la más inteligente (en el primer año de carrera daba gusto verla rebatir los profesores, elegante y mordaz). Ella llevaba una sudadera de Justin Bieber solo porque le encantaba el rollo que le daba, y lo contaba así, sin darle vueltas. Este tipo de persona irreverente tiene un lugar en mi cielo junto a todas las que preguntan, y hacen buenas preguntas, coherentes con su atenta escucha. 

El mundo sigue siendo un sitio, a veces, abúlico. Hay gente que te hace sentir sola, abusadores que se disculpan con la boca pequeña, empresarios que creen que pueden controlar a Taylor Swift o señores que se mofan de las quinceañeras. Date cuenta, los adultos ridiculizan a las adolescentes por dos motivos: porque les envidian y porque ellas no tienen miedo a decir lo que les gusta. 

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