No es un oso el del madroño, es una osa. Dijo Filipín. Estábamos sentados en una terraza en la Plaza de la Cruz Verde. Filipín vestía camisa de cuadros y vaqueros, de sus zapatos no me acuerdo. Una mascarilla quirúrgica le cubría medio rostro y entre cerveza y cerveza murmuraba sin juicio.
Venía acompañado. Era una perrita sin pedigree; Cala. Pero Filipín la llamaba Maripili. Yo, por otra parte, también andaba en compañía. Era María Montserrat. Pero yo, la llamaba mamá.
Nos separaban varias mesas de distancia y aunque no pudiera ver más que sus ojos yo sabía con certeza que Filipín se moría por romper el silencio. En cinco minutos me sacó de mi acierto. “Si quiere saber algo sobre Madrid, pregúnteme”. Me dijo.
María Montserrat, que es mujer de provincia, soltó una carcajada tímida con cierto resquemor. Pero aquí, en la capital, las niñas de provincia contestamos veloces. “¿Qué es esa cruz de ahí de en medio de la plaza?”. Pregunté. “Simboliza la esperanza de la salvación eterna para los herejes”. Contestó. A partir de ese momento, mientras Maripili se acurrucaba sobre mi pie, dimos comienzo a una larga conversación.
—Cala bebe Whisky J&B, es lesbiana y mea cuesta abajo.
—¿Y no bebe agua?
—Pocas veces —colocó su mascarilla por debajo de la nariz y giró su silla hacia mí—. ¿Le digo una cosa? En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es cuestión del cristal con que se mira.
Asombrada por la versatilidad de Filipín y preocupada por la incomodidad de mi madre, di un par de tragos a mi vaso y acaricié las orejas de Cala durante un rato. Se hizo un silencio. Pero no un silencio atronador, sino un silencio previo a un bis en una orquesta de pueblo. Entonces, en ese instante, pensé qué hubiera pasado si Filipín fuera solo un loco que hablaba al aire sentado en una mesa en la terraza de un bar. Y pensé qué hubiera sido de mí si me hubiera quedado a vivir en aquella villa marinera en la que crecí.
La primera casa que recuerdo era pequeña, acogedora. Sangraban nuestros codos contra el gotelé. Cuando me asomaba a la ventana veía los mocasines de mi padre marchar hacia el trabajo, alguna meada de perro y los vecinos pelear. Allí tuve a mi primera tortuga, Manuelita, que murió de insolación. Nos la encontramos boca arriba en su resort de palmeras y plástico y la enterramos en el jardín con los otros animales; un perro, un conejo y una cobaya.
Yo dormía con mi hermana y por la noche le pedíamos cosquillas a mi padre. Siempre yo de última para que durase un poquito más. Se sentaba al borde de la cama y rozaba las yemas de sus dedos contra mi espalda. Nunca tenía uñas. Era fumador nato y hacía siempre acrobacias con el humo después de cenar.
Cuando marchaba, le recordaba dejar la luz del pasillo encendida. Luego yo dormía y soñaba con hormigas.
En aquella casa tuve mi primera gastroenteritis aguda, que por aquel entonces, se llamaba cagalera. Recuerdo vomitar sobre la bañera y el pasillo. También recuerdo haberlo hecho a propósito porque me parecía más aburrido llegar a tiempo al váter.
Cuando me quedaba sola miraba con deseo la cajetilla de Ducados de la mesa del salón, pero nunca fumaba, y descargaba del eMule las Fieras Fútbol Club. En aquella casa vi los primeros pelos del sobaco de mi hermano florecer y gasté rollos y rollos de papel higiénico para disfrazarme de Michael Jackson, que además me daba mucho miedo.
Fuimos felices con el actimel de antes del colegio y el pan de leche de después.
Por circunstancias de la vida y adolescencias a la vuelta de la esquina, nos movimos a la villa de las tragaperras y del Sálvame, de los marineros y las mariscadoras. Los hombres mayores mantenían diálogos silenciosos y las mujeres me veían siempre un poco más fea, más dejada, más gorda. No pasaba gran cosa. El tiempo, el odio, el vacuno muerto.
En aquella casa viví las primeras muertes en la familia, los despidos improcedentes, la marcha de mi hermano, la regla de mi hermana, el timo de la teletienda. El guapo de la clase es ahora feo y cojea hacia el fascismo y yo ya no estoy tan segura de poder sobrevivir a un accidente de coche a la primera como siempre creí que haría. Los techos de las casas me parecen muy bajos y el supermercado no abre los domingos. Mis padres envejecen, las paredes se agrietan y mi habitación ya no tiene escritorio, ni peluches, ni dinero en la caja fuerte. El espejo del pasillo me hace fea, los pantalones del armario me aprietan y los niños del parque me preguntan si voy a quedarme ya para siempre.
Suelo subirme rápido a la habitación e intento no contar mucho de mi vida en Madrid. A penas saben nada. Lo suficiente y necesario. Tampoco preguntan más. A mis padres les duele percibirme como algo más que a su hija. Soy una máquina de facturar dinero y buscar trabajos mal pagados.
Pero hay cosas que sí me gustan.
Conozco las calles de memoria y tengo la libertad de entrar en el centro de la ciudad aunque el coche de mi madre saque pestes por el tubo de escape. Me pongo más tajante, menos formal, más cuidadora. No cocino pero sí madrugo. Soy menos niñata cada vez y puedo aceptar un plan de mierda porque el tiempo juega siempre en contra. Muchas de las cosas que pienso no podría pensarlas si mi perro no vomitase la alfombra del pasillo, si mi abuela no apagase los audífonos los domingos al comer, si mi madre no me ofreciera bragas nuevas del Primark. El dinero me dura más, la paciencia menos.
Y entonces me despido otra vez. Y le rompo el corazón a los niños del parque.
Aquí todavía es romántico visitar Sol en navidad. Se cuelan en la sala de espera del médico. El metro te provoca acné. En esta ciudad no se hacen amigos de esta ciudad y a tus enemigos te los cruzas los domingos. Aquí las rupturas duelen más, los despidos menos. En Madrid los taxistas son la nueva mafia y si tardas en apartarte de su camino colocan la lengua de un lado de la boca y balancean en el aire su mano derecha mientras en sus labios dejan leer:
chupapollas.
Todo es personal en Madrid. Incluso el hambre.
Y la libertad.
Pero, volviendo a Filipín.
—Mi nieto ya trabaja. Marketing de eso, de máquinas.
—¿Digital?
—Digital. Vive solo. A veces duerme en casa de la novia, cuando quiere, y vuelve a casa de su madre cuando necesita algo. Ya sabes, comida, dinero. Los jóvenes confundís libertad con libertinaje.
—Yo no, Filipín.
—No hablo de usted. A mí no me importa lo que hagan los jóvenes, así como no me importa que parezca que haya metido usted tres dedos en un enchufe.