Noches de hotel

A las cinco y cuarto empezaba nuestro baño en el hamman, así que nos contuvimos después de la primera copa, porque la idea era disfrutarlo, no colapsar.

Te dicen que quieren regalarte algo especial, diferente, y después te dan una caja, una caja regalo: dos noches de hotel en el destino que prefieras. Parece sencillo. Podría decirse que es un gran detalle. Pero no lo es. Todo el mundo lo sabe a estas alturas. Si no, ¿por qué hay tantas cajas regalo acumulando polvo por las esquinas?

Lo primero que haces al recibir el regalo es preguntarte por qué se eligió ese formato. ¿No bastaría con un papel, con un vale? Supongo que es un negocio que mueve mucho dinero y que hay personas inteligentes detrás, pero la disonancia entre el regalo que se hace y el objeto que se entrega resulta sospechosa. Aun así, lo pasas por alto y, sin atreverte romper el plástico envolvente, accedes a la web. Entonces el panorama empeora. No eres Bill Gates, pero tampoco estás intentando hackear la web de un ministerio. Las ofertas son infinitas. Buscas la tuya y no la encuentras. ¿Escapada gastronómica? ¿Escapada romántica? ¡¿Escapada insólita?! Es difícil mantener los ojos abiertos ante tantos fuegos artificiales. Al final encuentras el código que coincide con el de tu caja y, entre decenas de posibilidades, eliges, por ejemplo, Alicante. Quieres pasar unos días en la playa. Es una buena idea, piensas. Sin embargo, algo vuelve a fallar: el hotel está en la provincia de Alicante, sí, pero en un pueblo de interior. Vaya, no ha podido ser. Esto mismo sucede varias veces con otras provincias, y al final te conformas con la España vacía. Aunque no tanto: ¡los fines de semana no hay disponibilidad en los dos hoteles a los que has llamado! No puede ser. No te lo crees. Intentas reponerte, pero ya es imposible. Ha sido el último golpe, el definitivo. En ese momento enciendes un cigarro y tu mirada se posa en el ticket regalo. Efectivamente, ningún destino supera una buena cena al lado de casa.

Cambias la caja por el dinero y esa misma noche te vas a cenar por ahí. Con el estómago lleno, ya de vuelta, le escribes a tu amigo: «Ávila es espectacular. Muchas gracias». Y en ese mismo instante te sientes mucho más ligero. Porque lo cierto es que no te había hecho un regalo, sino que se había quitado un peso de encima, justo el mismo peso del que te acabas de deshacer tú. Todo podría haber sido más fácil. Las cajas de colores lo complicaron todo.

Cuesta ser franco con estos temas, el protocolo manda, pero creo que la broma de las cajas ha llegado demasiado lejos, sobre todo porque pueden regalarse noches de hotel sin intermediarios. Es posible, de verdad; lo he comprobado. Hace poco, un amigo me envió un correo electrónico y el mensaje era claro: una noche en Aguas de Villaharta, con cava y fruta y desayuno incluido. Lo único que había que hacer era llamar y reservar la habitación, nada más, nada de internet ni de cofres hundidos en alta mar. Él lo había elegido todo, y no tuvo que gastar plástico ni cartón para empaquetar nada. Llamé y fijamos la fecha. Ya está. 

Descubrimos que el restaurante no era solo un servicio más del balneario, sino que era un negocio en sí mismo; es decir, merecía la pena ir hasta allí solo para comer o cenar. De hecho, nos tranquilizó saber que volveríamos por la noche, porque en la carta había demasiados trenes que es mejor no dejar pasar. A las cinco y cuarto empezaba nuestro baño en el hamman, así que nos contuvimos después de la primera copa, porque la idea era disfrutarlo, no colapsar. Buscamos una sombra para hacer algo de tiempo y hablamos en voz baja, acatando la norma implícita del cortijo. Apoyado en el quicio de la puerta de su habitación (o celda monacal), vi a un hombre fumando en albornoz como un digno mortal, no como un moribundo: pensé que era Michael Caine. Alrededor de la piscina, flanqueados por encinas, los demás huéspedes leían o dormitaban. El silencio gobernaba la tarde.

La encargada del hamman nos recibió con el tono de quien no quiere despertar a un bebé: «Lo recomendable es empezar por la piscina templada; después, la piscina caliente sería lo adecuado, y se terminaría en la fría. En cuanto a la caliente, no conviene estar más de cinco minutos. Disfruten», apuntó. Y el eco de esa última palabra permaneció un buen rato en mi cabeza. Al lado de la piscina templada estaban las camillas de masaje, separadas por unos cabos que colgaban del techo. La masajista parecía interpretar una coreografía a cámara lenta (creo que estaba empleándose a fondo con una persona dormida). Un cilindro de luz que entraba por un pequeño ventanuco de la pared atravesaba la penumbra anaranjada de la estancia. La relajación se adueñó de nuestros cuerpos, y salimos de allí con dificultad: nos estábamos durmiendo. Es lo que pasa cuando el objetivo es la relajación.

Por la noche cenamos fuera, al fresco, y después del postre recordamos un detalle del correo electrónico, el cava y la fruta. Dicho y hecho, el camarero nos trajo un benjamín de cava y piezas de kiwi, melón y naranja troceadas. Esto último no es ninguna tontería; esto último es lujo: un Lamborghini verde pistacho es otra cosa. Así, rodeados de bombillas bien dispuestas, en mitad de Sierra Morena, apuramos lo que nos quedaba de fin de semana. Nuestros amigos quisieron que disfrutáramos de lo que ellos disfrutan cuando tienen tiempo, sencillamente. Eso es un regalo, no una caja.

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Costumbres

Noches de hotel

A las cinco y cuarto empezaba nuestro baño en el hamman, así que nos contuvimos después de la primera copa, porque la idea era disfrutarlo, no colapsar.

Te dicen que quieren regalarte algo especial, diferente, y después te dan una caja, una caja regalo: dos noches de hotel en el destino que prefieras. Parece sencillo. Podría decirse que es un gran detalle. Pero no lo es. Todo el mundo lo sabe a estas alturas. Si no, ¿por qué hay tantas cajas regalo acumulando polvo por las esquinas?

Lo primero que haces al recibir el regalo es preguntarte por qué se eligió ese formato. ¿No bastaría con un papel, con un vale? Supongo que es un negocio que mueve mucho dinero y que hay personas inteligentes detrás, pero la disonancia entre el regalo que se hace y el objeto que se entrega resulta sospechosa. Aun así, lo pasas por alto y, sin atreverte romper el plástico envolvente, accedes a la web. Entonces el panorama empeora. No eres Bill Gates, pero tampoco estás intentando hackear la web de un ministerio. Las ofertas son infinitas. Buscas la tuya y no la encuentras. ¿Escapada gastronómica? ¿Escapada romántica? ¡¿Escapada insólita?! Es difícil mantener los ojos abiertos ante tantos fuegos artificiales. Al final encuentras el código que coincide con el de tu caja y, entre decenas de posibilidades, eliges, por ejemplo, Alicante. Quieres pasar unos días en la playa. Es una buena idea, piensas. Sin embargo, algo vuelve a fallar: el hotel está en la provincia de Alicante, sí, pero en un pueblo de interior. Vaya, no ha podido ser. Esto mismo sucede varias veces con otras provincias, y al final te conformas con la España vacía. Aunque no tanto: ¡los fines de semana no hay disponibilidad en los dos hoteles a los que has llamado! No puede ser. No te lo crees. Intentas reponerte, pero ya es imposible. Ha sido el último golpe, el definitivo. En ese momento enciendes un cigarro y tu mirada se posa en el ticket regalo. Efectivamente, ningún destino supera una buena cena al lado de casa.

Cambias la caja por el dinero y esa misma noche te vas a cenar por ahí. Con el estómago lleno, ya de vuelta, le escribes a tu amigo: «Ávila es espectacular. Muchas gracias». Y en ese mismo instante te sientes mucho más ligero. Porque lo cierto es que no te había hecho un regalo, sino que se había quitado un peso de encima, justo el mismo peso del que te acabas de deshacer tú. Todo podría haber sido más fácil. Las cajas de colores lo complicaron todo.

Cuesta ser franco con estos temas, el protocolo manda, pero creo que la broma de las cajas ha llegado demasiado lejos, sobre todo porque pueden regalarse noches de hotel sin intermediarios. Es posible, de verdad; lo he comprobado. Hace poco, un amigo me envió un correo electrónico y el mensaje era claro: una noche en Aguas de Villaharta, con cava y fruta y desayuno incluido. Lo único que había que hacer era llamar y reservar la habitación, nada más, nada de internet ni de cofres hundidos en alta mar. Él lo había elegido todo, y no tuvo que gastar plástico ni cartón para empaquetar nada. Llamé y fijamos la fecha. Ya está. 

Descubrimos que el restaurante no era solo un servicio más del balneario, sino que era un negocio en sí mismo; es decir, merecía la pena ir hasta allí solo para comer o cenar. De hecho, nos tranquilizó saber que volveríamos por la noche, porque en la carta había demasiados trenes que es mejor no dejar pasar. A las cinco y cuarto empezaba nuestro baño en el hamman, así que nos contuvimos después de la primera copa, porque la idea era disfrutarlo, no colapsar. Buscamos una sombra para hacer algo de tiempo y hablamos en voz baja, acatando la norma implícita del cortijo. Apoyado en el quicio de la puerta de su habitación (o celda monacal), vi a un hombre fumando en albornoz como un digno mortal, no como un moribundo: pensé que era Michael Caine. Alrededor de la piscina, flanqueados por encinas, los demás huéspedes leían o dormitaban. El silencio gobernaba la tarde.

La encargada del hamman nos recibió con el tono de quien no quiere despertar a un bebé: «Lo recomendable es empezar por la piscina templada; después, la piscina caliente sería lo adecuado, y se terminaría en la fría. En cuanto a la caliente, no conviene estar más de cinco minutos. Disfruten», apuntó. Y el eco de esa última palabra permaneció un buen rato en mi cabeza. Al lado de la piscina templada estaban las camillas de masaje, separadas por unos cabos que colgaban del techo. La masajista parecía interpretar una coreografía a cámara lenta (creo que estaba empleándose a fondo con una persona dormida). Un cilindro de luz que entraba por un pequeño ventanuco de la pared atravesaba la penumbra anaranjada de la estancia. La relajación se adueñó de nuestros cuerpos, y salimos de allí con dificultad: nos estábamos durmiendo. Es lo que pasa cuando el objetivo es la relajación.

Por la noche cenamos fuera, al fresco, y después del postre recordamos un detalle del correo electrónico, el cava y la fruta. Dicho y hecho, el camarero nos trajo un benjamín de cava y piezas de kiwi, melón y naranja troceadas. Esto último no es ninguna tontería; esto último es lujo: un Lamborghini verde pistacho es otra cosa. Así, rodeados de bombillas bien dispuestas, en mitad de Sierra Morena, apuramos lo que nos quedaba de fin de semana. Nuestros amigos quisieron que disfrutáramos de lo que ellos disfrutan cuando tienen tiempo, sencillamente. Eso es un regalo, no una caja.

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