Hoy me he levantado y el dolor me ha apretado los dientes. He caminado como cada mañana hasta el baño para darme una ducha de agua fría y así tratar de aliviar toda la tensión y la ansiedad que anidan en mi cuerpo desde que comenzó septiembre. Son dos viejas amigas que se han quedado a vivir en mi espalda para siempre y que, cuando consigo olvidarlas, escalan mis omóplatos sigilosamente. Son arañas que en lugar de tejer su tela en las esquinas de mi casa para atrapar a los mosquitos que la sobrevuelan de noche o en el alféizar de la ventana para poder ver como la lluvia se queda atrapada en su seda, lo hacen en mis cervicales. Y poco a poco todo empieza a crujir un poco más de lo habitual, todo empieza a pesar más de lo que debería y a la vida le sale la misma sonrisa de hija de puta que se le dibujaba a uno de mis entrenadores cuando sabía que nos estaba apretando de verdad. Cuando sabía que estábamos a punto de gripar el motor o de saltar al siguiente escalón donde ninguno de nuestros rivales nos alcanzaría.
Saber que no somos quienes nos gustaría que fuéramos, tendría que ser una motivación para seguir adelante y no un dolor que nos impide levantar las piernas. Cuando esto sucede la batalla que en silencio empieza a librarse dejaría en anécdota a cualquiera de las que han sucedido en la Tierra. No se ha inventado un arma de destrucción masiva más peligrosa que nuestra cabeza. Porque no es una lucha diaria donde tengas una trinchera detrás de la que parapetarte o unos políticos que puedan salvarte. Las guerras internas suceden a cada segundo y no hay ningún tipo de tregua ni ninguna persona que pueda sacarte de ella. Eres tú sólo contra ti mismo. Tus ganas de seguir contra una voz que grita que ya nada merece la pena.
Y justo en ese instante donde cada segundo cuenta, donde la sonrisa tiene que brillar más que nunca, donde tienes que recorrer todas las calles de la ciudad para que te des cuenta de que lo que está sucediendo existe únicamente en el imaginario que ha creado tu cabeza, hay que apretar tanto como se pueda porque llegará un momento donde nos iremos de verdad y habrá que rendir cuentas. Huir nunca fue una opción porque estamos en este mundo para defender nuestra posición, cubrirnos el mentón y salir a pelear cada mañana por algo que se llama vida y que es el mejor regalo que nos ha dado Dios. Tan sólo hay que mirarse en el espejo y decirle a esa voz que no te tiemblan las piernas, que no vas a ceder, que has aprendido a sentirte cómodo buceando entre la mierda y que si pretende verte abandonar ahorre fuerzas, porque llegará un momento en el que no distinguirá el paso de las horas, en el que todo le parecerá igual y cada vez que te hable te verá tratando de tirar la puerta abajo y seguir buscando la luz que ilumine tu senda. Nunca dejes de creer. Aunque a veces duela, vivir merece la pena.