Paquillo Ruiz

Es lunes por la mañana. Suena el despertador en una casita baja de Los Chinchorros, Cádiz. Una mano golpea el aparato para que se calle y enciende el transistor que le acompaña durante los preparativos matinales.

Francisco Ruiz de Paredes, alias Paquillo, se enciende un pitillo mientras prepara café y un mollete para desayunar y revisiona una vez más el reportaje que le hicieron en el Diario de Cádiz que decía «Paquillo Ruiz, la próxima figura del toreo gaditana». Paquillo, Paco para los amigos, que es un tipo alto y de constitución delgada, se termina de arreglar la media melena en el espejo del hall de su casa y pone rumbo a la empresa de mensajería en la que trabaja como repartidor. Pocos clientes lo saben, pero Paquillo fue un gran novillero que soñó con ser matador de toros en una época en la que la bravura y el saber estar de los hombres se medían en verónicas y naturales.

Paco, que le debe su nombre a Gento fruto de la debilidad futbolística de su padre, que no era aficionado al fútbol sino al Real Madrid exclusivamente, nunca ha entregado un paquete tarde en su larga carrera como repartidor. Él dice que hay que ser torero para todo, por eso recoge la furgoneta en la cochera media hora antes del inicio de su horario laboral, para no correr ni sudar llevando las pamplinas que pide la gente por Shein. Paco no camina, hace el paseíllo por la avenida principal de la ciudad con un Ducados medio caído en los labios y el paquete correspondiente en sus manos. Viste el polo de la empresa metido por dentro y calza unos mocasines viejos de color burdeos que se compró por si algún día le entrevistaban en la tele y que son los únicos zapatos que le quedan a día de hoy.

Paco saluda a los señores del barrio en el que trabaja sonriente y orgulloso mientras escucha a su andar «Guarda esa mano, Paquillo, que vale su peso en oro». Haciendo referencia a aquella faena como novillero en la plaza de toros de Santa Olalla del Cala en la que le cortó una oreja a Relojero, un novillo colorado muy bravo con el que se lució. Sólo Paquillo sabe que su ruta nunca pasa por esa calle, pero como todos, vive del pasado, que es caprichoso y embustero al mismo tiempo. Así que le gusta que le refresquen la memoria y de paso que le doren la píldora un poquito.

Paquillo lleva la furgoneta de la empresa de vuelta a la cochera, que está cerca de la biblioteca municipal, y allí hojea el periódico medio enfurruñado buscando las crónicas taurinas cada vez de menos calidad a su parecer. «Ya nadie habla de toros, ¡si hasta el gobierno este los quiere prohibir!» le dice a uno de los parroquianos del bar Los Cazadores en el que se toma una copita y paga otra fiada. Piensa que el mundo está cambiando para mal. Que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Paco vuelve a su casa muy erguido, con paso lento y el pecho hacia fuera, no vaya a ser que alguien lo reconozca y se dé cuenta que en realidad está cansado y que le encantaría ir mirando al suelo, cabizbajo. Echa de menos aquellos años en los que se quería comer el mundo y lamenta con todas sus ganas aquellas amistades que hizo y que su padre le advirtió que no hiciera, pero nadie tiene que saber de sus debilidades.

Al llegar a casa pone el transistor. Y mientras escucha la narración de un San Fernando-Cacereño de fondo, se acerca al dormitorio, abre un armario en el que guarda el traje de luces tabaco y oro con el que triunfó en Santa Olalla del Cala y, tras observarlo un rato, cierra el mueble todo serio y se dirige a la cocina. De camino se para en seco en el salón. Paquillo cierra los ojos y consigue ver a Relojero perfectamente en su cabeza. Abre los ojos y se dispone a caminar despacio hacia él. Lo llama con la mano derecha, el novillo obedece y le pega dos naturales muy templados que hacen las delicias de la plaza de Santa Olalla. Le repite por el mismo pitón y acaba rematando con un pase de pecho. La plaza se pone en pie. Paquillo nota cómo se le eriza la piel reviviendo aquella tarde que le brindó aquel novillo colorado de nombre Relojero y que nunca olvidará.

De pronto sale de ese trance en el que entran los matadores de toros y que sólo ellos saben cuándo pueden regresar. Ha marcado gol el San Fernando y el narrador lo hace notar vociferando a más no poder. Feliz y extasiado, Paquillo calienta una sartén con aceite para freír un par de huevos y se llena un catavino para celebrar la faena de esta tarde. Sabe que mañana toca reparto de nuevo y decide irse a dormir por si Relojero se le vuelve aparecer después del trabajo.

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