Me dijeron: «Muchas cosas se pierden con el tiempo». Y yo vi que se me apagó la garganta de fuego cuando me enfadaba y entraba en mí un animal de lengua afilada que gritaba y lloraba y berreaba. Notaba que el daño del otro me parecía impersonal, un disparo al aire. Me dije: «Perdí la ira, me quedo en calma». Y tuve menos ganas de derribar mi piso, lo encontré a mi medida. Y escribí menos fresca, con los dedos adormilados. Y me enamoré con honestidad, pero se acabó manosear el abismo. Y sentí menos envidia trémula, porque en cierto modo todo iba bien. Y comencé a ponerme colorada si muchos me miraban. Y me sorprendí consultando al deseo, paré de derramarlo. Y ya no era tan ilusa, leía a la gente. Empecé a defender una parcelita. Y eso me hizo más pobre, sí, pero ya no se me escapaban lagrimones derretidos. Y yo me dije: «Ah, la felicidad es un clavo en la pared que sujeta un cuadro de una playa, aunque esté muy lejos del mar». Y me advirtieron, sí, pero nunca me dijeron: «La soledad que te atormenta también te define». Cuando dejas de arrojarte puedes sobrecogerte. Y escuché consejos del paso a la adultez de mis coetáneos, de películas mediocres, libros confusos y pódcast insustanciales. Y un día todo se apaciguó, pero yo perdí a una compañera; a esa largartija pegada al cuello, esa que me siseaba: «No te entienden, no te quieren, no te sostienen y solo puedes construir, con esmero, una compañía artificial». La que también me decía: «Atrévete, tienes todo el caudal por delante». Y se fue, una mañana, esa lagartija. Y ya nunca más la vi.