Perros

Mientras tanto ella reía, felina, colgada del brazo de un tipo vestido de romano. Ella iba así, de gata, y le sentaba fenomenal.

—No se admiten perros, tiene que salir.

—Pero es un disfraz. 

—Son las normas. Lo siento.

Me había disfrazado de Pastor Alemán para la fiesta de cumpleaños. Orejas recias, estiradas, hocico largo y húmedo, pelaje mostaza Dijon. Era un buen disfraz. Lo había preparado a conciencia, y estaba seguro de que esa noche le daría un beso. Pero ahora me encontraba fuera del bar con un vaper porque, ciertamente: allí no se admitían perros. La señal de prohibido mostraba muy claramente no cualquier perro, además, sino un Pastor Alemán. Uno canónico, igual que el mío. Mientras tanto ella reía, felina, colgada del brazo de un tipo vestido de romano. Ella iba así, de gata, y le sentaba fenomenal. Orejas piramidales, puntiagudas; el hocico como un botón; bigotes como cuerdas de violín. Apuraba su cerveza. Gesticulaba vivamente. Empezó a llover. Quise llamar por mi abrigo pero el camarero negó muy serio con la cabeza, despacio. Se encogió de hombros.

Doblé la esquina y entré rápido en otro bar que no prohibía perros. No había al menos ningún cartel, y dentro un Terrier se enroscaba nerviosamente entre las piernas de su dueña. Me acerqué a la barra y pedí un tercio. Mientras lo servía el camarero alargó la mano y me acarició la coronilla, me dijo: buen chico. Me puso unos cacahuetes. Bebí silenciosamente mientras observaba a la chica. Era guapa. Pensé en decir algo pero entonces su perro comenzó a ladrar histérico. Había reparado en la monstruosidad junto a él y estaba asustado. Tuve que salir de allí. Me escurrí hacia el metro sin abrigo, calado hasta los huesos, y me fui a casa.

Allí esperaba Sofía, mi gata. Erizó el lomo y siseó nerviosa al verme entrar, las patas tiesas como alambres, pero la tranquilicé entre susurros.

–Shh, tranquila Sofi, soy yo.

Tardó aún varios minutos en reconocerme. Me miraba desconfiada, maullando quedamente, parapetada tras el sofá. Fui a la cocina a por otra cerveza y cogí un libro, me senté en el salón. Al poco ella anidaba cariñosa en mi regazo, ronroneando sobre la manta de lana. Aquí sí admitían perros.

---

Foto: David Hockney, Dog Painting 41, 1995 David Hockney. Richard Schmidt Collection - The David Hockney Foundation

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Ficciones

Perros

Mientras tanto ella reía, felina, colgada del brazo de un tipo vestido de romano. Ella iba así, de gata, y le sentaba fenomenal.

—No se admiten perros, tiene que salir.

—Pero es un disfraz. 

—Son las normas. Lo siento.

Me había disfrazado de Pastor Alemán para la fiesta de cumpleaños. Orejas recias, estiradas, hocico largo y húmedo, pelaje mostaza Dijon. Era un buen disfraz. Lo había preparado a conciencia, y estaba seguro de que esa noche le daría un beso. Pero ahora me encontraba fuera del bar con un vaper porque, ciertamente: allí no se admitían perros. La señal de prohibido mostraba muy claramente no cualquier perro, además, sino un Pastor Alemán. Uno canónico, igual que el mío. Mientras tanto ella reía, felina, colgada del brazo de un tipo vestido de romano. Ella iba así, de gata, y le sentaba fenomenal. Orejas piramidales, puntiagudas; el hocico como un botón; bigotes como cuerdas de violín. Apuraba su cerveza. Gesticulaba vivamente. Empezó a llover. Quise llamar por mi abrigo pero el camarero negó muy serio con la cabeza, despacio. Se encogió de hombros.

Doblé la esquina y entré rápido en otro bar que no prohibía perros. No había al menos ningún cartel, y dentro un Terrier se enroscaba nerviosamente entre las piernas de su dueña. Me acerqué a la barra y pedí un tercio. Mientras lo servía el camarero alargó la mano y me acarició la coronilla, me dijo: buen chico. Me puso unos cacahuetes. Bebí silenciosamente mientras observaba a la chica. Era guapa. Pensé en decir algo pero entonces su perro comenzó a ladrar histérico. Había reparado en la monstruosidad junto a él y estaba asustado. Tuve que salir de allí. Me escurrí hacia el metro sin abrigo, calado hasta los huesos, y me fui a casa.

Allí esperaba Sofía, mi gata. Erizó el lomo y siseó nerviosa al verme entrar, las patas tiesas como alambres, pero la tranquilicé entre susurros.

–Shh, tranquila Sofi, soy yo.

Tardó aún varios minutos en reconocerme. Me miraba desconfiada, maullando quedamente, parapetada tras el sofá. Fui a la cocina a por otra cerveza y cogí un libro, me senté en el salón. Al poco ella anidaba cariñosa en mi regazo, ronroneando sobre la manta de lana. Aquí sí admitían perros.

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Foto: David Hockney, Dog Painting 41, 1995 David Hockney. Richard Schmidt Collection - The David Hockney Foundation

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