Perseverar. Perseverar está bien (y es una palabra harto bonita, por otro lado). Perseverancia implica tesón, trabajo, disciplina. Implica cumplir los sueños, alcanzar las metas. Éste es, al menos, el sentido habitual que le atribuimos.
Pero perseverar es también una suave pendiente. Un camino sin retorno. Un punto de inflexión. Perseverar es un poco más de lo mismo, todo el tiempo. Nos gusta perseverar en lo que reporta beneficio: en el gimnasio, la cocina, el tenis, el piano; en las ecuaciones lagrangianas. El esfuerzo es dulce y el resultado, cuando visible, satisfactorio: ese drive que acaricia la red cariñosamente, esa nota que fluye delicada, ese cerrojo matemático que sucumbe con un chasquido. Lo que nos gusta, en concreto, es vencer la inercia, la indolencia; doblar el brazo del destino. La entropía dicta que todo decae, y así lo normal sería decaer y corromperse en el sofá, atiborrarse de YouTube y ganar kilos y amarguras. Cuando hacemos lo contrario, por tanto, estamos encantados.
Si la perseverancia toma esta forma es fantástico. Pero la perseverancia también tiene mucho de entropía. Me interesa la idea del cambio, o su ausencia. A menudo me pregunto si las personas realmente cambian, o si tal cambio no es más que la actualización de una potencia interna, larvaria, codificada ya en su ADN o los primeros chaparrones de la infancia. No es, en fin, cosa menor. Da al traste con muchas filosofías, y encumbra otras tantas. El flujo; la permanencia. Parménides y todo eso. Pero me voy por las ramas.
Mi sospecha es que no: no existe el cambio. No cambiamos; antes, perseveramos en nuestras coordenadas de fábrica. Hendimos el surco, nos deslizamos suave o abruptamente por la pendiente. Otra cuestión que me obsesiona es la imposibilidad de ser otro. No somos nunca otro. Aún cuando lo intentamos no lo somos, y acabamos por ser más nosotros mismos que nunca. Cada palabra, cada gesto nos delata. No hay una sola cosa que podamos decir o hacer que nos desvíe del camino. Somos actores a la medida de un único personaje. En eso, en el fondo, consiste perseverar. ¿Eres valiente? lo serás toda tu vida. ¿Eres impulsivo, ansioso, o más bien tímido, cobarde? lo mismo. Alguien se levanta un día y la emprende a golpes con su marido o mujer, con su enemigo del alma; alguien se planta y dice basta, hasta aquí, y pega un puñetazo en la mesa: nada ha cambiado, todo estaba previsto. Se ha producido una eclosión, un estallido; se han realizado potencias que latían hasta entonces durmientes. Y a partir de ahí: perseverancia. Un poco más valiente, un poco más tímido, un poco más gruñón o infeliz o risueño o generoso, todos los días. Perseveramos obstinadamente en un carácter que nos fue dado, que nunca pedimos, y en los modos y síntomas en que éste florece, o se abre camino. Así ha sido siempre.
Decía en otro artículo que viví con angustia las Navidades. Es falso. O tramposo, al menos. Viví con angustia las Navidades porque vivo con angustia todo el tiempo. Es cierto que la multiplicación de rituales no ayuda, pero no he sido sincero. Soy de temperamento ansioso, anticipativo, y así no es justo culpar a unas fiestas que, por lo demás, he esperado con ilusión toda mi vida. Quizá el entusiasmo se haya apagado este año un tanto (a veces uno vacila y levanta el pie del acelerador, qué le vamos a hacer) pero la razón principal, insisto, es esa misma perseverante genética. Como a todos nosotros, también mis padres me dejaron en herencia su agridulce legado: sé que con el tiempo seré más yo mismo, no menos, con sus cosas buenas y malas. Lo único que me cabe es tomar nota, y actuar en consecuencia.