Si alguna vez tuve algún cimiento sólido en estos veinticinco años de vida se hundió entre el fango de aquella calle que no sé situar en el mapa, pero que me hizo desprenderme de todo lo que llevaba en mi mochila. Nunca supe si estaba en Valencia o en Beirut. Supongo que lo único que diferenciaba a una de la otra aquella tarde eran el sonido de las armas y las voces de los voluntarios que nos comunicábamos con los abuelos que no podían bajar de su casa. Había ruinas, llantos, niños haciendo labores de adultos, helicópteros sobrevolando la zona, puestos de comida para locales y foráneos, militares patrullando la calle por la noche y haciendo tareas de achique durante el día, controles policiales en cualquier acceso a la ciudad y miradas por las que podías ver como los restos de una tormenta sostenían vidas. Nunca había sido tan sano llorar aunque fuera junto a un desconocido, aunque fuera con alguien a quien, probablemente, nunca vas a volver a ver en tu vida, pero que se pasaría todo el día contigo secándote las lágrimas mientras te pide que no te rindas. Qué fácil es decirlo cuando la realidad del terror es temporal, cuando los escombros solo son un pasatiempo, una anomalía. Qué difícil debe de ser levantarse cada mañana y que parezca que no avanzan los días, qué doloroso tiene que ser pasar a depender de la voluntad, que todavía se sigan sacando cadáveres y que a la hora de cenar una niña de siete años vaya picando por las casas para asegurarse de que sus vecinos tienen un plato caliente de comida.
Nunca había visto a tanta buena gente tan sucia y a la vez con una sonrisa tan limpia. No había una mala cara, una contestación fuera de lugar, un empujón o un atisbo de ira. Nada dentro de todo lo que puede llegar a justificar que no tengas una casa en la que dormir, un cuerpo que velar o como seguir ganándote la vida. Sus abrazos son sinceros y profundos. Sus gracias desinteresadas, sin expectativas. Y su generosidad es tan infinita que aún habiéndolo perdido todo piensan en cómo estarán otros cuando reciben ayuda. Guarda un poco para los demás, con esto me apaño, hay que pensar en los que vienen detrás. He visto a gente llorar al recibir una tableta de chocolate o un paquete de tabaco. He visto tantas almas desnudas, tantos corazones bombeando a compás, que cualquiera podía ver como el futuro y la vida se abrían paso entre las cerdas de los rastrillos, el agua de las Karcher y las palas de los voluntarios.
Dudé mucho sobre escribir este texto porque pensé que sería repetitivo, que habría mil parecidos y que no aportaría nada nuevo. Pero fue entonces cuando me di cuenta de que ese sería el primer paso por la Calle del olvido. Y que mis días allí hubieran sido en vano porque nuestros actos nunca deben de estar supeditados a pensamientos ajenos. Por eso vuelvo a escribir sobre Valencia. Porque lo mínimo que se merecen los hombres y mujeres que conocí en Catarroja y Sedaví es que se les recuerde. Porque aunque quien tuvo que hacerlo no llegó a tiempo, el resto no tenemos porque llegar tarde y mirar hacia otro lado cuando el agua nos llega al cuello.