Que me quiero borrar las redes sociales (otra vez)

Internet devora mi tiempo y lo sé, porque me da una nostalgia amañada cuando veo en las películas de los 90 esos teléfonos fijos pegados a una pared, que no te persiguen en el bolsillo.

Se me ocurrió mientras paseaba con Celi y lo dije en alto por primera vez: “Cuando cumpla 30 años voy a borrarme definitivamente el rastro de todas las redes sociales”. Me parece la edad adecuada para terminar de jugar con la maquinita. Desde entonces, lo repito. ¿De qué me sirven el cielo, la playa y los libros, si todo el rato los quiero capturar, si los miro desde mi cama? Celi me dijo que sí, que a nosotras no nos había traído “nada bueno”. Me retó a que dijera algo que me hubiera ofrecido esta adicción dilatada y le repetí que “nada de nada”. Paseamos tan felices del brazo, llegamos a un restaurante, luego a un bar, luego a un Uber y luego me metí en la cama y vi todas las fotos que había subido de mis amigas durante la frenética velada.

Internet devora mi tiempo y lo sé, porque me da una nostalgia amañada cuando veo en las películas de los 90 esos teléfonos fijos pegados a una pared, que no te persiguen en el bolsillo. Envidio ese mundo puro y leal al presente que ya no existe. Me gusta cuando al protagonista de la película Fue la mano de Dios (de Paolo Sorrentino) le viene a buscar su hermano en coche para darle una mala noticia, torpe y peligroso. Me gusta cuando el personaje de Rory, de la serie Gilmore Girls, espera a su madre en la cafetería y charla con pausadamente con los vecinos o lee por cuarta vez Crimen y castigo. Me gusta cuando Dolly Alderton cuenta que se mandaban SMS para ir de una fiesta a otra en Todo lo que sé sobre el amor, sin saber quién estaría; ese acto feroz de subirse a un taxi a ciegas para invocar anécdotas. No me gusta cuando dejo de ver lo que me gusta y me distraigo con la otra pantalla, y odio que los personajes tengan teléfonos o los usen como una persona del año 2024. Es aburridísimo (¿soy aburridísima?). Prefiero los correos elevadísimos y poco realistas que escoge Sally Rooney para que se comuniquen sus protagonistas. Elijo el arte para abstraerme de la fealdad y fijarme en la belleza. 

He desinstalado las aplicaciones, programado restricciones de tiempo, colocado el aparato boca abajo… Tengo la excusa de que usamos las redes “para trabajar” (nunca me dieron un curro por un tuit1, jamás me ofrecieron un puesto porque les gustara mi recopilación de fotos cuidadísima para Instagram; en cambio, recibí más de seiscientas amenazas por decir en un mensaje que los periodistas no trabajamos gratis). El único “oficio” que me ofrecen las redes sociales es agachar la cabecita en el metro e introducirme en un mundo colorido y ruidoso hasta que llego a mi parada, 50 minutos después. Lo he hecho hace un rato y soy incapaz de recordar lo que he visto.

Lo probé todo para dejar la tecnología. Durante ese tiempo me quedé sin cotilleos; bodas, viajes, evidentes rupturas (porque nos exponemos en nuestro dolor intentando ocultarlo exageradamente), rollos o nuevos trabajos. Es lamentable cuando la necesidad de un estímulo te lleva a hurgar en la intimidad de otros. Les ves en una foto abrazados a sus abuelas, descubres los deportes que hacían en la adolescencia, las primeras novias que tuvieron, los nuevos novios de esas antiguas novias (todas visten genial, son monísimas y parecen muy interesantes)… Pero lo desesperante es cuando te desarma la tristeza y revisas la nueva vida de personas a las que no quieres o no quieres querer. Y sobre todo, la pregunta más grave: ¿Qué habríamos hecho con esas horas que matamos con vacuidades que solo nos entretienen y desapasionan? 

Aun así, siempre me ha tentado a volver a teclear mi nombre y contraseña para iniciar sesión. Un nombre que yo decidí ponerme, basado en el que me pusieron mis padres y respetando que hay muchas @claudiavila, @claudiavg, @clauvila, y que en las aplicaciones no cabe mi completo @claudiavilagalan para que todo el mundo pueda encontrarme con facilidad, para ser transparente en la red. Ni eso tengo.

Ha estado rulando en internet una polémica frase del escritor John Berger: “Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas”. Lo replicaba la periodista Mar Vallverdú en su pódcast Girl Radio: “Yo ya no me siento tan identificada con ser vista como mujer. Paso más horas online que en la vida real, soy más un usuario”. Como defiende Vallverdú, ya ni estamos atentas a que nos vean los hombres, “performarmos” para que nos admiren los followers, sin distinción. (Sí, sé que a veces te metes a mirar tu propio perfil para saber qué pueden pensar los demás, tú también eres un “usuario”).

¿Mi propuesta? Preguntarle al de al lado en el metro que qué tal su día. Joderle a él también el viajecito.

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1  Dice Fernando, el editor de sustancia: “ejem”. Entiendo que se refiere a que escribo aquí porque le gustaron mis tuits. Una excepción que solo confirma la regla

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Se me ocurrió mientras paseaba con Celi y lo dije en alto por primera vez: “Cuando cumpla 30 años voy a borrarme definitivamente el rastro de todas las redes sociales”. Me parece la edad adecuada para terminar de jugar con la maquinita. Desde entonces, lo repito. ¿De qué me sirven el cielo, la playa y los libros, si todo el rato los quiero capturar, si los miro desde mi cama? Celi me dijo que sí, que a nosotras no nos había traído “nada bueno”. Me retó a que dijera algo que me hubiera ofrecido esta adicción dilatada y le repetí que “nada de nada”. Paseamos tan felices del brazo, llegamos a un restaurante, luego a un bar, luego a un Uber y luego me metí en la cama y vi todas las fotos que había subido de mis amigas durante la frenética velada.

Internet devora mi tiempo y lo sé, porque me da una nostalgia amañada cuando veo en las películas de los 90 esos teléfonos fijos pegados a una pared, que no te persiguen en el bolsillo. Envidio ese mundo puro y leal al presente que ya no existe. Me gusta cuando al protagonista de la película Fue la mano de Dios (de Paolo Sorrentino) le viene a buscar su hermano en coche para darle una mala noticia, torpe y peligroso. Me gusta cuando el personaje de Rory, de la serie Gilmore Girls, espera a su madre en la cafetería y charla con pausadamente con los vecinos o lee por cuarta vez Crimen y castigo. Me gusta cuando Dolly Alderton cuenta que se mandaban SMS para ir de una fiesta a otra en Todo lo que sé sobre el amor, sin saber quién estaría; ese acto feroz de subirse a un taxi a ciegas para invocar anécdotas. No me gusta cuando dejo de ver lo que me gusta y me distraigo con la otra pantalla, y odio que los personajes tengan teléfonos o los usen como una persona del año 2024. Es aburridísimo (¿soy aburridísima?). Prefiero los correos elevadísimos y poco realistas que escoge Sally Rooney para que se comuniquen sus protagonistas. Elijo el arte para abstraerme de la fealdad y fijarme en la belleza. 

He desinstalado las aplicaciones, programado restricciones de tiempo, colocado el aparato boca abajo… Tengo la excusa de que usamos las redes “para trabajar” (nunca me dieron un curro por un tuit1, jamás me ofrecieron un puesto porque les gustara mi recopilación de fotos cuidadísima para Instagram; en cambio, recibí más de seiscientas amenazas por decir en un mensaje que los periodistas no trabajamos gratis). El único “oficio” que me ofrecen las redes sociales es agachar la cabecita en el metro e introducirme en un mundo colorido y ruidoso hasta que llego a mi parada, 50 minutos después. Lo he hecho hace un rato y soy incapaz de recordar lo que he visto.

Lo probé todo para dejar la tecnología. Durante ese tiempo me quedé sin cotilleos; bodas, viajes, evidentes rupturas (porque nos exponemos en nuestro dolor intentando ocultarlo exageradamente), rollos o nuevos trabajos. Es lamentable cuando la necesidad de un estímulo te lleva a hurgar en la intimidad de otros. Les ves en una foto abrazados a sus abuelas, descubres los deportes que hacían en la adolescencia, las primeras novias que tuvieron, los nuevos novios de esas antiguas novias (todas visten genial, son monísimas y parecen muy interesantes)… Pero lo desesperante es cuando te desarma la tristeza y revisas la nueva vida de personas a las que no quieres o no quieres querer. Y sobre todo, la pregunta más grave: ¿Qué habríamos hecho con esas horas que matamos con vacuidades que solo nos entretienen y desapasionan? 

Aun así, siempre me ha tentado a volver a teclear mi nombre y contraseña para iniciar sesión. Un nombre que yo decidí ponerme, basado en el que me pusieron mis padres y respetando que hay muchas @claudiavila, @claudiavg, @clauvila, y que en las aplicaciones no cabe mi completo @claudiavilagalan para que todo el mundo pueda encontrarme con facilidad, para ser transparente en la red. Ni eso tengo.

Ha estado rulando en internet una polémica frase del escritor John Berger: “Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas”. Lo replicaba la periodista Mar Vallverdú en su pódcast Girl Radio: “Yo ya no me siento tan identificada con ser vista como mujer. Paso más horas online que en la vida real, soy más un usuario”. Como defiende Vallverdú, ya ni estamos atentas a que nos vean los hombres, “performarmos” para que nos admiren los followers, sin distinción. (Sí, sé que a veces te metes a mirar tu propio perfil para saber qué pueden pensar los demás, tú también eres un “usuario”).

¿Mi propuesta? Preguntarle al de al lado en el metro que qué tal su día. Joderle a él también el viajecito.

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1  Dice Fernando, el editor de sustancia: “ejem”. Entiendo que se refiere a que escribo aquí porque le gustaron mis tuits. Una excepción que solo confirma la regla

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