Quedar para Morrear

Queremos contarnos esas noches, queremos que nos definan esas noches, queremos volver a esas noches.

Te pasas el gloss y haces el gesto del beso dos veces (muá, muá). Aún no lo sabes, pero los restos de ese labial quedarán en la boca de un chico, su cuello, su oreja. Una noche divertidísima que contarás en un viaje a tus amigas, que escribirás en las notas del móvil y que recrearás (cuando no entre el sueño) en la cama.

***

Me gusta la palabra “morreo” por lo que tiene de infame. Solo se dice de cachondeo o si eres madre (y piensas que tu hijo no sabe “besar”, porque besar es otra cosa; tu hijo ofrece la boca y la aplasta). Las madres son conscientes, por otra parte, de que son los niños y los adolescentes los máximos precursores, los que se lanzan a mover las lenguas, los que más se entretienen con el cuerpo sin necesidad del sexo.

***

También nos pasa a nosotros cuando deseamos tanto a alguien que nos pegamos, desmedidos y núbiles. Volvemos a morrear en alguna salida que parecía que se apagaba y alguien nos la prende con besitos.

***

Mis historias favoritas: la que me cuenta una chica en un metro atestado. Que en el último momento, al final de la noche, medio dormida, se lanzó a alguien inesperado (¿o se lanzó él? ¿fueron los dos?). Que sentía que tenía 15 años. Que entendió que las fiestas son para ese placer. Que fue una de las madrugadas más entretenidas de su vida. Estamos apretadas en un lugar que huele a sudores y humedad, pero sonreímos, como lerdas. Queremos contarnos esas noches, queremos que nos definan esas noches, queremos volver a esas noches. No se puede estar toda la vida en una cena con luces tenues hablando de si Marx fue el primer feminista, de los mochis de mango del Mercadona o de la moda de los discos de vinilo. Queremos algo más.

***

Que una adolescente repetidora te diga que si te besas el brazo es como si lo hicieras con otro. Hacerlo por primera vez, valiente, a plena luz del día, sin alcohol y con la persona que te gusta (has escrito su nombre en el cuaderno y su inicial en tu mano). Hacerlo mal porque no sabes. Quedar para morrear en un banco, en un parque, en un cine. Quedar para morrear por el barrio, amarrados de la cinturita. Aprender a morrear, dar una vuelta con la lengua y babear. Que una turista francesa pregunte si os puede hacer una foto y no escucharla; estáis morreando. Incluso poner ese mensaje en la puerta de un hotel: “Estamos morreando”.

***

Una amiga y yo vimos a dos colegas que acababan de conocerse dándose unos besos inesperados. Ella me dijo: “Esto solo pasa al principio. Liarse así”. Nos dio envidia.

***

El grupo Mujeres tiene la mayor declaración de amor moderno en su tema Tú y yo: “Quiero llegar a casa y que nunca estés en el mismo lugar”. En esa línea está mi aspiración: quiero seguir dándote besos largos como esa primera noche en la que no bebimos durante más de siete horas, nos quedamos dormidos besándonos y soñábamos que seguíamos besándonos y, por la mañana, con el día, otra ronda; quiero cruzarme contigo por la cocina y encontrarte como en esa discoteca; quiero que me agarres la carita con tus manos suaves y que me acaricies el pelo; quiero seguir buscando ese deseo. Y quiero hacerlo con un mantra, estos versos de Jorge Teillier: «No hay casa, ni padres,/ ni amor; sólo hay compañeros de juego».

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Te pasas el gloss y haces el gesto del beso dos veces (muá, muá). Aún no lo sabes, pero los restos de ese labial quedarán en la boca de un chico, su cuello, su oreja. Una noche divertidísima que contarás en un viaje a tus amigas, que escribirás en las notas del móvil y que recrearás (cuando no entre el sueño) en la cama.

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Me gusta la palabra “morreo” por lo que tiene de infame. Solo se dice de cachondeo o si eres madre (y piensas que tu hijo no sabe “besar”, porque besar es otra cosa; tu hijo ofrece la boca y la aplasta). Las madres son conscientes, por otra parte, de que son los niños y los adolescentes los máximos precursores, los que se lanzan a mover las lenguas, los que más se entretienen con el cuerpo sin necesidad del sexo.

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También nos pasa a nosotros cuando deseamos tanto a alguien que nos pegamos, desmedidos y núbiles. Volvemos a morrear en alguna salida que parecía que se apagaba y alguien nos la prende con besitos.

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Mis historias favoritas: la que me cuenta una chica en un metro atestado. Que en el último momento, al final de la noche, medio dormida, se lanzó a alguien inesperado (¿o se lanzó él? ¿fueron los dos?). Que sentía que tenía 15 años. Que entendió que las fiestas son para ese placer. Que fue una de las madrugadas más entretenidas de su vida. Estamos apretadas en un lugar que huele a sudores y humedad, pero sonreímos, como lerdas. Queremos contarnos esas noches, queremos que nos definan esas noches, queremos volver a esas noches. No se puede estar toda la vida en una cena con luces tenues hablando de si Marx fue el primer feminista, de los mochis de mango del Mercadona o de la moda de los discos de vinilo. Queremos algo más.

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Que una adolescente repetidora te diga que si te besas el brazo es como si lo hicieras con otro. Hacerlo por primera vez, valiente, a plena luz del día, sin alcohol y con la persona que te gusta (has escrito su nombre en el cuaderno y su inicial en tu mano). Hacerlo mal porque no sabes. Quedar para morrear en un banco, en un parque, en un cine. Quedar para morrear por el barrio, amarrados de la cinturita. Aprender a morrear, dar una vuelta con la lengua y babear. Que una turista francesa pregunte si os puede hacer una foto y no escucharla; estáis morreando. Incluso poner ese mensaje en la puerta de un hotel: “Estamos morreando”.

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Una amiga y yo vimos a dos colegas que acababan de conocerse dándose unos besos inesperados. Ella me dijo: “Esto solo pasa al principio. Liarse así”. Nos dio envidia.

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El grupo Mujeres tiene la mayor declaración de amor moderno en su tema Tú y yo: “Quiero llegar a casa y que nunca estés en el mismo lugar”. En esa línea está mi aspiración: quiero seguir dándote besos largos como esa primera noche en la que no bebimos durante más de siete horas, nos quedamos dormidos besándonos y soñábamos que seguíamos besándonos y, por la mañana, con el día, otra ronda; quiero cruzarme contigo por la cocina y encontrarte como en esa discoteca; quiero que me agarres la carita con tus manos suaves y que me acaricies el pelo; quiero seguir buscando ese deseo. Y quiero hacerlo con un mantra, estos versos de Jorge Teillier: «No hay casa, ni padres,/ ni amor; sólo hay compañeros de juego».

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