Recolecta de frutos en descomposición

Si no me tomo la pastillita bicolor entonces me duelen hasta los zapatos.

Mi dolor tiene cada vez más nombres. Cada nombre hace de mi dolor algo más real, puedo tocarlo cuando me palpo la barriga, cuando me palpo la nuca o las rodillas, podría incluso tocarlo en las palabras si no fuesen de vapor. A veces toco los bultos imaginarios: suelen desaparecer al tercer toqueteo, cuando ya me ha dado tiempo a marearme y sentarme en la cama o en el váter y notar que la sangre me cae de la cabeza a los pies.

Hace años que me duele el cuerpo, demasiados años para los pocos que tengo. Me duele tanto el cuerpo que a veces me duele más que los pensamientos, me duele tanto que no puedo dormir. Estoy tan agarrotada que creo que de un golpe me desmontaría, pero podría ser peor, podría ser una araña y tener ocho patas que sufren. Yo solo tengo dos, aunque conocen ya una infinidad de posturas para poder dormir cómodamente. A la enfermedad le han puesto nombre, un nombre inventado para una enfermedad inventada que no me libera de pensar que en realidad yo no tengo eso, yo he de tener una enfermedad terminal que todavía no me han detectado. Y así cada vez que duele el cuerpo y también el pensamiento, que ha aprendido a dar saltos mortales hacia delante y hacia atrás. Dice el reumatólogo que son 18 puntos de dolor, pero a mí me duelen todos los puntos que puedan caber en un cuerpo medianamente largo. Si no me tomo la pastillita bicolor entonces me duelen hasta los zapatos. Es como un amigo imaginario, nadie puede verlo, pero a mí me gustaría poder sacármelo con unas pinzas y enseñároslo a todos. ¿Ves cómo me dolía? No pasa lo mismo con mi otra enfermedad, el volcán gris, la que se puede rozar con una sonda mientras me tienen abierta como una ventana abatida, la que me hincha y redondea, la que da mucho miedo y perfora y quema de la espalda al vientre, una daga recién forjada, la que me hace sentir un árbol en otoño, siendo yo una lechuga fresquita, unos tomates cherry, una ciruela apenas caída sobre el césped del jardín en el peor de los casos.


Hablo de la enfermedad mucho más de lo que me apetece porque me posee como cualquier enamoramiento. Hablo desde el lugar privilegiado de la que no se muere y desde el miedo constante a morir, a despedazarme, con vergüenza por sufrir y más vergüenza aún por que me vean sufrir los demás, que no me pueden quitar el útero o las extremidades y darme un beso de buenas noches para que pueda dormir sin tener pesadillas. Dejamos de ser niñas que sangran por la nariz y avisan a su madre en mitad de la noche para sentirnos fantasmas que rondan y tiran cosas por los pasillos de camino al baño. Y a veces acabamos tan cansadas que volvemos a la cama y descansamos, y por la mañana ya es la tarde y la vergüenza es más ligera, más frágil, los huesos y los movimientos menos punzantes y las palabras también.


El cuerpo es cruel: quiere que tropieces con las piedras, pero a veces también con la hierba. Para ocupar un poco esa mente tan nerviosa, o algo así.

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Si no me tomo la pastillita bicolor entonces me duelen hasta los zapatos.

Mi dolor tiene cada vez más nombres. Cada nombre hace de mi dolor algo más real, puedo tocarlo cuando me palpo la barriga, cuando me palpo la nuca o las rodillas, podría incluso tocarlo en las palabras si no fuesen de vapor. A veces toco los bultos imaginarios: suelen desaparecer al tercer toqueteo, cuando ya me ha dado tiempo a marearme y sentarme en la cama o en el váter y notar que la sangre me cae de la cabeza a los pies.

Hace años que me duele el cuerpo, demasiados años para los pocos que tengo. Me duele tanto el cuerpo que a veces me duele más que los pensamientos, me duele tanto que no puedo dormir. Estoy tan agarrotada que creo que de un golpe me desmontaría, pero podría ser peor, podría ser una araña y tener ocho patas que sufren. Yo solo tengo dos, aunque conocen ya una infinidad de posturas para poder dormir cómodamente. A la enfermedad le han puesto nombre, un nombre inventado para una enfermedad inventada que no me libera de pensar que en realidad yo no tengo eso, yo he de tener una enfermedad terminal que todavía no me han detectado. Y así cada vez que duele el cuerpo y también el pensamiento, que ha aprendido a dar saltos mortales hacia delante y hacia atrás. Dice el reumatólogo que son 18 puntos de dolor, pero a mí me duelen todos los puntos que puedan caber en un cuerpo medianamente largo. Si no me tomo la pastillita bicolor entonces me duelen hasta los zapatos. Es como un amigo imaginario, nadie puede verlo, pero a mí me gustaría poder sacármelo con unas pinzas y enseñároslo a todos. ¿Ves cómo me dolía? No pasa lo mismo con mi otra enfermedad, el volcán gris, la que se puede rozar con una sonda mientras me tienen abierta como una ventana abatida, la que me hincha y redondea, la que da mucho miedo y perfora y quema de la espalda al vientre, una daga recién forjada, la que me hace sentir un árbol en otoño, siendo yo una lechuga fresquita, unos tomates cherry, una ciruela apenas caída sobre el césped del jardín en el peor de los casos.


Hablo de la enfermedad mucho más de lo que me apetece porque me posee como cualquier enamoramiento. Hablo desde el lugar privilegiado de la que no se muere y desde el miedo constante a morir, a despedazarme, con vergüenza por sufrir y más vergüenza aún por que me vean sufrir los demás, que no me pueden quitar el útero o las extremidades y darme un beso de buenas noches para que pueda dormir sin tener pesadillas. Dejamos de ser niñas que sangran por la nariz y avisan a su madre en mitad de la noche para sentirnos fantasmas que rondan y tiran cosas por los pasillos de camino al baño. Y a veces acabamos tan cansadas que volvemos a la cama y descansamos, y por la mañana ya es la tarde y la vergüenza es más ligera, más frágil, los huesos y los movimientos menos punzantes y las palabras también.


El cuerpo es cruel: quiere que tropieces con las piedras, pero a veces también con la hierba. Para ocupar un poco esa mente tan nerviosa, o algo así.

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