Lo primero que me inquietó fue ese puntito azul que parpadeaba incesantemente, como pidiendo auxilio, desde el móvil aparcado en la mesilla. Qué raro, debe ser prontísimo, apenas he dormido tres horas, ¿quién me habrá mandado un SMS? pensé. Ignoro por qué me desvelé aquella noche de febrero, si fue por la resaca aún en ciernes o porque en aquel rijoso Luis de 20 años aún quedaba testosterona para desear tomar por ni se sabe qué vez a la mujer que yacía en la cama -en la suya, concretamente- y que durante seis meses consideré en secreto mi novia.
No sé por qué he empezado a contar la historia desde ese punto de partida tan ridículo, si como todas las buenas historias, y esta sin duda lo es, el inicio debiera ser potente, misterioso, con capacidad para enganchar. Lo cierto es que el primer recuerdo me lleva a esa luz y a ese color reservado al SMS, que a mí ya por entonces me parecía un sistema de comunicación de otra época, más cercano a la paloma mensajera que al WhatsApp, y que asociaba siempre a las malas noticias. Me acerqué al móvil con la preocupación del que se siente culpable todo el rato, de qué no lo sé, pero culpable al fin y al cabo, y ese comecome que ya sentía en las tripas dio paso a un sentimiento de angustia al constatar que no se trataba de un mensaje sino de cuatro y, para mayor desasosiego, el remitente respondía al nombre que más podía yo temer a pesar de su exquisita sonoridad. Marco Iuliano. Todo lo italiano es, por definición, mejor. El señor Iuliano era mi casero, un tremendo hijo de puta siciliano empeñado en cumplir con todos los tópicos de italiano del sur, para desgracia de aquel españolito recién aterrizado en Roma dispuesto a romper estereotipos y a esas cosas que se piensan cuando tienes 20 años y pisas por el mundo dispuesto a comértelo a bocados.
El amigo Marco me advertía en cuatro progresivos mensajes que transitaban del miedo a la compasión pasando por una inesperada en él protección maternal que esa noche, una de tantas que yo había pasado fuera de casa, nos habían entrado a robar, y aunque afortunadamente no había nadie en el domicilio, los ladrones habían liado una de tres pares de cojones, removiendo por aquí y mangando por allá, y poco menos que no habían dejado en su sitio más que un par de cubiertos y los cepillos de dientes.
Yo, que de natural soy nervioso, aprensivo incluso, recibí la noticia como un latigazo en mi sistema nervioso central, que andaba aún tiritando del ritmo que llevaba aquellas semanas. El SMS funcionó a modo de sacudida de miedo y adrenalina, sensación parecida a lo que se debe sentir si mezclas cocaína con red bull y tres o cuatro whiskys, todo del tirón. Por lo que me han contado, vaya.
Me recompuse de aquella manera, batiendo todos los récords de vestirse en el menor tiempo posible, aunque ello conllevase ponerme la zapatilla izquierda en el pie derecho y viceversa o no atinar más que con tres botones en sus correspondientes ojales de la chaqueta. Patética estampa que, unida a ese aire entre tierno y despreciable de los chavalines todavía imberbes pero visiblemente alcoholizados, así medio despeinados y con los ojos vidriosos, me debía de dar un aire la mar de inquietante.
- ¡Ay por Dios, que me han robado!
Lo solté así, como un brindis al sol, despertando a mi compañera de tálamo y de paso a medio edificio, y obteniendo por respuesta su clásica muletilla ante cualquier suceso extravagante que me tocaba protagonizar y que por aquella época eran recurrentes. Las cosas de Luigi, apostillaba siempre. Que me equivocaba un día de aula y recalaba en clase de ingeniería forestal, yo, que soy de periodismo y por tanto no tengo ni puta idea de nada, y fruto del aburrimiento me ponía a hablar con el profesor ahí delante de los 120 alumnos de películas italianas o del carácter del español común, Las cosas de Luigi. Que tenía la malísima suerte de coincidir en el baño de un after clandestino con el cuarentón más yonki de toda Italia y, a causa de mirarle de arriba abajo para examinar bien la guisa del personaje, al tipo le parecía que lo mínimo era descerrajarme una puerta en los morros dejándome así una brecha en la frente a lo Harry Potter, Las cosas de Luigi. Pero esta vez las cosas de Luigi corrían serio peligro, las cosas materiales digo, porque unos desalmados me las habían intentado robar hacía unas horas y mira, yo con este sinvivir draconiano no puedo seguir, así que entiéndeme, cariño mío, pero yo te dejo aquí medio dormidita y me voy pitando, que se me va a salir el corazón por la boca a este paso.
Y así fue, que el paseo de 25 minutos que separaba su casa de la mía lo hice en siete, sin dejar de cavilar ni un segundo por qué, de entre todos los españoles que hacíamos el erasmus en Roma, estas desgracias me tocaban siempre a mí. ¿Qué se habrán llevado, el portátil, el Ipod, los 200 euros que tenía en un dobladillo de la maleta? ¿por qué la gente es mala? ¿nacen ya malvados o se corrompen con el tiempo? Y así me hice el camino en un periquete, perdiéndome en mi propio laberinto mental de preguntas sin respuesta.
También pensaba en ella, claro, y en la suerte que había tenido de encontrarla aquí y en este momento, y en qué me importaba a mí si era tres años mayor que yo o en lo inoportuno de habernos conocido de Erasmus, en un paréntesis de nuestras respectivas vidas, si yo la quería y me sentía querido. Pensaba que vaya suerte tenerla, sobre todo hoy, y que si por esas cosas que a veces tiene Dios hubiésemos discutido esa noche, y con ese orgullo tan frecuente en ella me hubiese soltado un “ale chaval, vete a tu casa porque me parece a mí que hoy va a dormir contigo tu puta madre”, mi destino bien podría haber sido otro mucho más macabro, porque a ver qué iba a hacer yo si en mitad de la noche oigo los pasos por el pasillo de unos tipos con pasamontañas y bates de béisbol, venga a abrir cajones y puertas. Vamos es que ni hubiesen tenido que hacer el esfuerzo de entrar en mi habitación y partirme la crisma, porque yo, que ya digo que soy de natural bastante alterado y sufrido, yo ya hubiese entregado a Dios el último suspiro con sólo oir el crujir del picaporte. ¿De qué murió? le dio un infarto cuando unos ladrones entraron en su casa del Erasmus. Una tragedia. 20 años tenía el chaval, pobrecico. Y esa sería mi historia.
Mi prematura y desgraciada muerte y mil cosas más iba yo rumiando cuando llegué por fin al número 7 de Vía Monfalcone, encontrándome en la puerta al señor Iuliano, propietario del inmueble a pesar de no vivir en él, y un par de carabinieris entrando y saliendo del domicilio. Entre unos y otros me explicaron lo sucedido, los cacos habían entrado a robar esa misma noche aprovechando mi ausencia y la de mi compañera de piso. En lo que a mí me concernía, era menester que acudiese al dormitorio para identificar así los estragos del hurto y notificarlos. Les dije que sí, que entendido. Enfilé el pasillo como el que se dirige a chiqueros a recibir a porta gayola, y por el camino pude ver la habitación de la compañera, reventada la puerta y todo manga por hombro, con las baratijas y joyas malas repartidas entre el suelo y la cama, porque las buenas de verdad se las habían llevado.
Justo antes de entrar en la mía, cagado perdido ya, Marco se me acercó, paternalmente, tratando de aliviar mi visible desasosiego. “Tranquilo, Luis, lo peor ya ha pasado, tómate todo el tiempo que necesites y luego nos dices qué echas en falta. Lo importante es que estamos todos bien”.
Pero cómo quieres que afronte el trámite después de decirme esto, Marco de mi vida. Como si no estuviese de los nervios ya. Y oye, que no es por los bienes materiales, qué va. Es esta sensación de violación a la intimidad, de fragilidad y humillación, como de ir desnudo en mitad de la Gran Vía. Si a eso le sumas que tengo 20 años y estoy incapacitado para la vida adulta, todo atisbo de burocracia, y que tiendo a rehusar cualquier problema esperando que se resuelva solo sin necesidad de mi intervención, tus palabras no ayudan.
No quedó más remedio que abrir la puerta y enfrentarme al horror. O al menos a lo que yo esperaba que así fuese, porque fue asomarme a la estancia y no hallar en ella ningún vestigio sospechoso. Pero si aquí no ha entrado nadie, pensé. Pero si esto está exactamente igual a como lo dejé antes de irme. Esto es, la cama sin hacer, ropa tirada por el suelo, una silla de escritorio pidiendo socorro de tantas camisetas, jerseys y vaqueros agolpándose sobre ella. De los dos enchufes nacían cargadores reptando por el suelo como culebras. Las puertas del armario abiertas de par en par y una colcha debatiéndose entre la vida y la muerte, mitad en el suelo mitad en la cama. Todo ello coronado con un cuadro de dimensiones a todas luces desproporcionadas con la cara de Tiziano Ferro y la firma de este, sin duda el bien más preciado de la primogénita de los Iuliano de la cual yo heredé habitación y, por qué no decirlo, cierta afición por los cantantes melódicos italianos.
Tenía la habitación una mesa de escritorio gigante, como de estudiante de arquitectura, como de proyecto de diletante, de ese tipo de gente que va por la vida con objetos de papelería en tamaño XXL. Carpetas, folios, escuadras, cartabones. Pues bien, la mesa en origen era blanca, pero en su superficie no se veía nada blanco de toda la mierda que había acumulada. Restos de comida, platos, libros, más cargadores, un ordenador, folios sueltos, cuadernos. Una botella de agua y dos o tres vasos vacíos. Probablemente algún condón. Sin usar, claro, que hay que explicarlo todo.
Repasaba yo las entretelas de lo que era pues eso, la habitación de un chaval de Erasmus, en busca de algún indicio que me hiciese sospechar de la presencia de los amigos de lo ajeno, y en esas entró Marco. Figli di puttana. Como te lo han dejado todo. Tardé tiempo en comprender su reacción. Aquel cristo bendito que tenía por habitación, a ojos de Marco, no era la leonera de un veinteañero sino la catástrofe perpetrada por unos bandidos, que entiendo que en su escala de valores basada en la Ley del Talión no merecían otra cosa que no fuese cortarles la mano.
La ocasión requiso del despliegue de mi mayor talento, hacerme el tonto. Yo aquí no veo nada raro, me imagino que habrán entrado a por joyas y dinero y viendo tras mucho remover que no había nada se habrán marchado, qué susto. Y ahí quedó la cosa. Signore Iuliano aliviado de no lamentar mayores pérdidas. Y yo con el miedo en el cuerpo para lo que quedaba de curso pero exento de trámites en comisarías y consulados. A Dios gracias, que yo ya me había hecho la idea de que esa tragicomedia que tenía por rutina aquellos meses consistía en vivir dentro de un videoclip de Adriano Celentano y visitar pueblitos bien cucos con Isa, que no era romana ni siquiera italiana, sino granaína. La entropía, la ausencia de hábitos. Es el desorden, que, a veces, salva vidas.