Lo que más odio de este mundo moderno es elegir una película. ¿Qué parámetros debe seguir alguien que no tiene ni puñetera idea de cine? ¿Me fijo en las puntuaciones de filmaffinity? ¿Me guío por mis instintos de hombre cinéfilo que lo único que hace es ver comedias románticas pero nunca ha visto El diario de Noah?
Como cada vez que abro la plataforma, empecé a hacer scroll en Prime Video y me topé con Robin de los bosques, protagonizada por Errol Flynn. La elegí sin dudar. Esta peli me marcó en su día por el mismo motivo que "La máscara del Zorro": los incesantes duelos de espadas. Tengo una colección de espadas de juguete de cuando era pequeño que siguen usando mis primos cada vez que vienen a casa. Recordaba muchas escenas de la historia, pero lo que más me gusta de ver películas que ya he visto alguna vez es fijarme en cosas que antes no me había dado cuenta. Ahora me doy cuenta de que ambas, el Zorro y Robin, no son más que películas de amor con la excusa de las espadas.
Hay una escena en la que Robin habla con Lady Marian, aunque más que hablar extrae conclusiones sobre cómo ha debido de ser su infancia sin saber nada de ella. Son dos desconocidos que se gustan, y me apuesto una mano a que él está loco porque Lady Marian le cuente su vida. Es más, apuesto mi otra mano a que seguramente le importe un comino la vida de los demás, pero al escucharla hablar su percepción de las cosas cambia por completo. Sólo quiere que le cuente la suya. Interesarse por sus gustos. Saber de ella, que no es poco.
Y toda esta historia de desconocidos que se atraen, de gente que sólo quería saber de la otra persona un poquito más, me recuerda a ese casi viaje a Santander con I. Me imaginaba paseando con ella, fantaseaba con el hecho de que cualquier persona que nos viese por la calle dijese “Mira qué mona esa parejita de la mano”. Porque ese fin de semana no iba a ser más que un escaparate de nuestras vidas, como si viviésemos en la misma ciudad. Una semana gratis de Netflix pero de novietes. No haberme ido a Santander aquel fin de semana hizo que me quedase con las ganas de muchas cosas. Principalmente de hacerle preguntas. Saber de ella. Teníamos una especie de juego según el cual no podíamos contarnos muchas cosas de nosotros mismos por WhatsApp, porque debíamos ponernos al día en persona. Así que aquí va una lista de intangibles que me hubiese gustado hacer con I. en Santander:
- Me habría encantado visitar el centro Botín. Mi padre dice que no le pareció nada del otro mundo, pero no hay nada más bonito que ver cómo una persona observa un cuadro.
- Saber cómo es la relación con sus hermanos.
- Conocer más su trabajo. ¿Le gustará lo que hace?
- ¿Será más de tinto o de blanco? Qué presión. A mi solo me gusta el Tío Pepe.
- Que me cuenten cuáles son sus miedos. Contarle los míos.
- Que pida su helado favorito.
- Saber qué música le gusta poner en el coche. Que me mire con cara rara cuando vea la música que yo elija.
- Sentarnos en una barra y pedir su cóctel favorito.
- Apreciar lo guapa que está al mirar por el retrovisor del coche mientras habla conmigo. Es algo parecido a recordar el pasado sin miedo, sabiendo que lo que de verdad importa está por venir. Es lo que hacen las parejas, ¿no?
- Hablar con ella de noche sobre cosas que no tengan sentido; interrumpir cada cosa que vaya a decir dándole un beso.
- Verla sonreír. Mucho.
Ahora que lo pienso, no sé qué canción habría puesto en el coche, ni si habría tenido el valor de subir alguna foto de aquel viaje. Sea como fuere, seguramente me habría arrepentido de cualquier cosa que hubiese dejado de hacer estando en aquel viaje. Ya fuese un comentario ridículo marca de la casa o cogerle de la mano en el ascensor del hotel. Porque no hay mayor tortura que lamentarse por dejar de haber hecho algo. Por eso hago esta lista. Para acordarme en caso de volver a verla.