Sobre la tontería de tener una casa

Lo que más deseo sería que no existiese la vergüenza. Y que todas las niñas tengan siempre una habitación donde guardar los secretos.

A veces me pone muy triste el bienestar. Fíjate tú.. Menuda tontería. Es como decir que no te gusta el agua. Suelo llorar de vez en cuando por gratitud. Me brotan las lágrimas porque me fue imposible durante toda mi vida tener una casa digna. 

Mi primera casa en la Plaza Palleter Bloque 4 ESC B Puerta 2 me daba mucha vergüenza. Mis amigos jamás me acompañaron a casa. A mis amigas, en cambio, sí las acompañaban. Yo siempre evitaba decir dónde vivía. Siempre que me veía obligada decía que vivía en el parque de al lado. Sabía lo que pensaban del barrio en el que yo vivía. Escuchaba sus conversaciones, sus insultos, su asco. Su asco me azotaba la cara cada martes. A veces me escondía en los portales cuando alguien me llevaba a casa en coche y esperaba a que se fueran para cruzar la carretera y entrar en mi barrio. Compartía habitación con mi hermana. Una habitación muy pequeña con rejas en la ventana. Una litera y un suelo blanco horrible. Pasé mis primeras pesadillas en la cama de arriba. Mi primer vómito que cayó sobre los pies de mi hermana. Mi primer ratoncito Pérez. El salón era enorme y me acuerdo que para ver la TV teníamos que acercar el sofá. Un sofá verde muy cómodo en el que mi hermana y yo caíamos rendidas cada noche. Le decíamos a mi madre que nos caía arena de los ojos. Siempre la recuerdo hablando por teléfono en la cocina con una luz muy fría.

Yo recorría las casas de mis amigas a escondidas y hablaba en mi mente con amigas imaginarias a las que les contaba que esa era mi casa. “Mira, este es mi escritorio. Aquí estudio matemáticas. Estas son todas mis muñecas. En el jardín de abajo juego con ellas”. Aida tenía 4 plantas. Yo pensaba que podría darme a mí una. Sólo una. Con una planta yo tendría suficiente. Recuerdo el garaje especialmente. Tenía una estantería que llegaba hasta el cielo llena de juguetes de todo tipo. Yo lo desordenaba entero. Necesitaba tocar con mis manos todos los juguetes posibles. Nunca quería ordenarlo. Era mi venganza. Si yo no podía tener esa casa, tampoco me encargaría de dejarla bien limpia. Esa amiga nunca vino a mi casa. Pero yo sí insistía cada tarde en que mi madre me llevase a casa de Aida. Ni siquiera nos llevábamos demasiado bien. Ella nunca supo los largos viajes que viví en su casa. Las grandes ilusiones. El terror al escuchar el claxon de mi madre avisándome de que bajara corriendo al coche. Y de vuelta al barrio. Se morían los sueños cada noche.

Cuando me anunciaron que nos mudábamos tuve mucha ilusión. Me imaginaba la mejor de las casas. Casa con escaleras. Casa con jardín. Casa con cocina americana. Ya casi tenía 16 años y empezaba a tontear con los amores. Puse un pie en la casa. Sólo era una casa más "normal". Era fea, a mi parecer. Tenía un suelo de baldosas de cerámica medio rojas. Se notaba en los muebles que no tenía nada de personalidad. Todo Ikea. La muerte de la belleza. Nunca me sentí cómoda. Pensé que tendría una habitación propia pero la tuve que compartir también. Esta vez con Yaron, mi hermano, que lo llenaba todo de pósters del Minecraft y de Kidd Keo. Eso nos llevaba a constantes peleas. Teníamos dos baños. Uno muy pequeño donde viví mi primer y único desmayo. Ya podía decir “vivo en la calle Bétera, justo donde el metro, sí”. Aún así, la vergüenza era todavía crónica. Nunca subía a nadie a casa.

Luego me mudé a Valencia y pude tener mi primera habitación sola. Mi hermana dormía en la habitación de al lado. Yo tenía 18 años y trabajaba sin parar. Llegaba a casa para lanzarme sobre la cama y morir en ella. Mi mayor deseo era decorar la habitación cuanto antes, sentir que era mía y que por fin tenía un espacio. Necesitaba llenar las paredes de cuadros, el suelo de libros, la cama de historias. Necesitaba tener una infancia. Necesitaba invitar a mis amigas a dormir en mi gran cama. Me enfurecía que alguien desorganizase mis cosas. Algo que se extiende en el tiempo y que me sigue pasando. Soy muy impaciente con la belleza. Me horroriza la fealdad. He crecido rodeada de fealdad. Tengo imágenes grabadas de la fealdad. Esto me lleva a ser una persona opaca. Parece siempre que tengo miles de secretos. Miles de manías. No tener una casa te obliga a esconder muchas cosas. En esa casa tonteé con la felicidad por primera vez. Fue tanto la alegría de tener un espacio que me encerraba. Yo sabía que este sentimiento lo compartía con mi hermana. Ella también tenía su puerta cerrada. El salón casi era de decoración. Mi habitación era mi lugar sagrado. Quería comer en la cama. Quería cenar en el suelo. Quería mear en el armario. 

Pasé por muchas otras habitaciones. Tenía compañeros de piso que me ofrecían cientos de planes. Yo los denegaba. Prefería la oscuridad de mi habitación. Acumulaba tazas y vasos en mi escritorio con tal de no salir a fregarlos cuando ellos deambulaban por la cocina. Disfrutaba de estar sola. Se volvió enfermizo. Pude vivir con buenas amigas que me sacaban de mi encierro. Aún así, todo era una responsabilidad enorme. Me costaba explicar el amor que le tenía a mi habitación.

Este año me decidí a no compartir piso con desconocidos. Tampoco con grandes amigas. Ya estoy cansada de ocultarme. Me apetece comer en la mesa del salón. Dice mi terapeuta que sólo un gran amor puede curar. Así que me envalentono. Venga, Paloma, ¿nos vamos a vivir juntas? 

Paloma se levanta a las ocho para plancharme la camisa y hacerme un café. Yo me marcho y ella vuelve a dormir. Siempre llamo al timbre. Detesto buscar las llaves en mis desordenados bolsos. A ver si cuela y me abre. A veces me ignora porque está tumbada en el sofá. En nuestro sofá. Cuando subo, me entra una risa tonta que nos mantiene durante un rato abrazadas. El 19 de octubre me invade un llanto infantil. Paloma se sorprende. No entiende bien. No me salen las palabras. Sólo al día siguiente soy capaz de ponerle palabras y le dejo por escrito:

Pienso en esta casa y siento que me gusta, me gusta entrar, me gusta invitar a la gente y ver sus caras porque nunca he podido hacerlo. Me gusta tener una casa contigo, a veces no quiero salir nunca de casa por si se me escapa.. No sé, por si desaparece.. Qué tontería, como si pudiera tragársela la tierra. Y entonces, como la mente es muy perversa e imaginativa, pues pienso que esto se puede acabar y me entra una tristeza muy flamenca, muy de bulería. Y no pasa nada porque este sentimiento sólo es una afirmación de que me gusta la vida que llevo, me gusta vivirla contigo, me gusta lo que me está pasando, agradezco lo que me está pasando. A veces se me van las energías por los pies y creo que, en realidad, solo confundo sentimientos porque no es tristeza, es alegría, es mucha alegría y no sé dónde encajarla, dónde se guarda.. No tuve un armario donde depositar las penas. Y ahora lo veo claro, es tan fácil como estar aquí sentadita, con cremas por la cara mientras huele a atún.. Yo de pequeña miraba las ventanas de las casas y me imaginaba vidas enteras, enamorados viendo una peli el domingo en el sofá. Y ahora en esa ventana, dentro, estamos nosotras. Tengo mucha alegría, Palomita, es difícil acostumbrarse a una vida buena pero lo haré.

Me da por pensar en mi madre. ¿Soñará mi madre con una casa ideal? ¿Una casa de princesa? Todo el mundo sueña con una casa más grande, más luminosa, con más almacenaje. A no ser que seas Georgina, claro. Me gustaría que mi madre tuviese una casa que le guste mirar. Me gustaría que mi madre invitase a sus amigas a comer. Una casa con piscina y barbacoa. Eso le encantaría. Lo sé, lo intuyo. Ella tampoco ha tenido la oportunidad. Ella ha pasado por las mismas casas que yo. Y, lo que es peor, las ha pagado. Ha pagado la fealdad. Deseo construir una casa de muñecas. Una casa donde mi madre quepa. Una casa donde mi madre ya no tenga nunca más que soñar con otra cosa.

Pero lo que más deseo, lo que más me gustaría, cierro los puños y los ojos, sería no tener vergüenza. Que no existiese la vergüenza. Nunca. Para nadie. Y que todas las niñas tengan siempre una habitación donde guardar los secretos. Una cama donde tener historias. Una puerta que cerrar de vez en cuando. Sin distinción. 

No lo digo yo. Lo decía ya Virginia. 

Que las mujeres tienen que tener quinientas libras al año y una habitación con un pestillo en la puerta para poder escribir novelas o poemas. Y si cada una de nosotras tiene esto; si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos; si nos evadimos un poco de la sala de estar común; si nos enfrentamos con el hecho, porque es un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos solas, entonces, llegará la oportunidad. Yo sostengo que hacer este trabajo, aun en la pobreza y la oscuridad, merece la pena”.

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Lo que más deseo sería que no existiese la vergüenza. Y que todas las niñas tengan siempre una habitación donde guardar los secretos.

A veces me pone muy triste el bienestar. Fíjate tú.. Menuda tontería. Es como decir que no te gusta el agua. Suelo llorar de vez en cuando por gratitud. Me brotan las lágrimas porque me fue imposible durante toda mi vida tener una casa digna. 

Mi primera casa en la Plaza Palleter Bloque 4 ESC B Puerta 2 me daba mucha vergüenza. Mis amigos jamás me acompañaron a casa. A mis amigas, en cambio, sí las acompañaban. Yo siempre evitaba decir dónde vivía. Siempre que me veía obligada decía que vivía en el parque de al lado. Sabía lo que pensaban del barrio en el que yo vivía. Escuchaba sus conversaciones, sus insultos, su asco. Su asco me azotaba la cara cada martes. A veces me escondía en los portales cuando alguien me llevaba a casa en coche y esperaba a que se fueran para cruzar la carretera y entrar en mi barrio. Compartía habitación con mi hermana. Una habitación muy pequeña con rejas en la ventana. Una litera y un suelo blanco horrible. Pasé mis primeras pesadillas en la cama de arriba. Mi primer vómito que cayó sobre los pies de mi hermana. Mi primer ratoncito Pérez. El salón era enorme y me acuerdo que para ver la TV teníamos que acercar el sofá. Un sofá verde muy cómodo en el que mi hermana y yo caíamos rendidas cada noche. Le decíamos a mi madre que nos caía arena de los ojos. Siempre la recuerdo hablando por teléfono en la cocina con una luz muy fría.

Yo recorría las casas de mis amigas a escondidas y hablaba en mi mente con amigas imaginarias a las que les contaba que esa era mi casa. “Mira, este es mi escritorio. Aquí estudio matemáticas. Estas son todas mis muñecas. En el jardín de abajo juego con ellas”. Aida tenía 4 plantas. Yo pensaba que podría darme a mí una. Sólo una. Con una planta yo tendría suficiente. Recuerdo el garaje especialmente. Tenía una estantería que llegaba hasta el cielo llena de juguetes de todo tipo. Yo lo desordenaba entero. Necesitaba tocar con mis manos todos los juguetes posibles. Nunca quería ordenarlo. Era mi venganza. Si yo no podía tener esa casa, tampoco me encargaría de dejarla bien limpia. Esa amiga nunca vino a mi casa. Pero yo sí insistía cada tarde en que mi madre me llevase a casa de Aida. Ni siquiera nos llevábamos demasiado bien. Ella nunca supo los largos viajes que viví en su casa. Las grandes ilusiones. El terror al escuchar el claxon de mi madre avisándome de que bajara corriendo al coche. Y de vuelta al barrio. Se morían los sueños cada noche.

Cuando me anunciaron que nos mudábamos tuve mucha ilusión. Me imaginaba la mejor de las casas. Casa con escaleras. Casa con jardín. Casa con cocina americana. Ya casi tenía 16 años y empezaba a tontear con los amores. Puse un pie en la casa. Sólo era una casa más "normal". Era fea, a mi parecer. Tenía un suelo de baldosas de cerámica medio rojas. Se notaba en los muebles que no tenía nada de personalidad. Todo Ikea. La muerte de la belleza. Nunca me sentí cómoda. Pensé que tendría una habitación propia pero la tuve que compartir también. Esta vez con Yaron, mi hermano, que lo llenaba todo de pósters del Minecraft y de Kidd Keo. Eso nos llevaba a constantes peleas. Teníamos dos baños. Uno muy pequeño donde viví mi primer y único desmayo. Ya podía decir “vivo en la calle Bétera, justo donde el metro, sí”. Aún así, la vergüenza era todavía crónica. Nunca subía a nadie a casa.

Luego me mudé a Valencia y pude tener mi primera habitación sola. Mi hermana dormía en la habitación de al lado. Yo tenía 18 años y trabajaba sin parar. Llegaba a casa para lanzarme sobre la cama y morir en ella. Mi mayor deseo era decorar la habitación cuanto antes, sentir que era mía y que por fin tenía un espacio. Necesitaba llenar las paredes de cuadros, el suelo de libros, la cama de historias. Necesitaba tener una infancia. Necesitaba invitar a mis amigas a dormir en mi gran cama. Me enfurecía que alguien desorganizase mis cosas. Algo que se extiende en el tiempo y que me sigue pasando. Soy muy impaciente con la belleza. Me horroriza la fealdad. He crecido rodeada de fealdad. Tengo imágenes grabadas de la fealdad. Esto me lleva a ser una persona opaca. Parece siempre que tengo miles de secretos. Miles de manías. No tener una casa te obliga a esconder muchas cosas. En esa casa tonteé con la felicidad por primera vez. Fue tanto la alegría de tener un espacio que me encerraba. Yo sabía que este sentimiento lo compartía con mi hermana. Ella también tenía su puerta cerrada. El salón casi era de decoración. Mi habitación era mi lugar sagrado. Quería comer en la cama. Quería cenar en el suelo. Quería mear en el armario. 

Pasé por muchas otras habitaciones. Tenía compañeros de piso que me ofrecían cientos de planes. Yo los denegaba. Prefería la oscuridad de mi habitación. Acumulaba tazas y vasos en mi escritorio con tal de no salir a fregarlos cuando ellos deambulaban por la cocina. Disfrutaba de estar sola. Se volvió enfermizo. Pude vivir con buenas amigas que me sacaban de mi encierro. Aún así, todo era una responsabilidad enorme. Me costaba explicar el amor que le tenía a mi habitación.

Este año me decidí a no compartir piso con desconocidos. Tampoco con grandes amigas. Ya estoy cansada de ocultarme. Me apetece comer en la mesa del salón. Dice mi terapeuta que sólo un gran amor puede curar. Así que me envalentono. Venga, Paloma, ¿nos vamos a vivir juntas? 

Paloma se levanta a las ocho para plancharme la camisa y hacerme un café. Yo me marcho y ella vuelve a dormir. Siempre llamo al timbre. Detesto buscar las llaves en mis desordenados bolsos. A ver si cuela y me abre. A veces me ignora porque está tumbada en el sofá. En nuestro sofá. Cuando subo, me entra una risa tonta que nos mantiene durante un rato abrazadas. El 19 de octubre me invade un llanto infantil. Paloma se sorprende. No entiende bien. No me salen las palabras. Sólo al día siguiente soy capaz de ponerle palabras y le dejo por escrito:

Pienso en esta casa y siento que me gusta, me gusta entrar, me gusta invitar a la gente y ver sus caras porque nunca he podido hacerlo. Me gusta tener una casa contigo, a veces no quiero salir nunca de casa por si se me escapa.. No sé, por si desaparece.. Qué tontería, como si pudiera tragársela la tierra. Y entonces, como la mente es muy perversa e imaginativa, pues pienso que esto se puede acabar y me entra una tristeza muy flamenca, muy de bulería. Y no pasa nada porque este sentimiento sólo es una afirmación de que me gusta la vida que llevo, me gusta vivirla contigo, me gusta lo que me está pasando, agradezco lo que me está pasando. A veces se me van las energías por los pies y creo que, en realidad, solo confundo sentimientos porque no es tristeza, es alegría, es mucha alegría y no sé dónde encajarla, dónde se guarda.. No tuve un armario donde depositar las penas. Y ahora lo veo claro, es tan fácil como estar aquí sentadita, con cremas por la cara mientras huele a atún.. Yo de pequeña miraba las ventanas de las casas y me imaginaba vidas enteras, enamorados viendo una peli el domingo en el sofá. Y ahora en esa ventana, dentro, estamos nosotras. Tengo mucha alegría, Palomita, es difícil acostumbrarse a una vida buena pero lo haré.

Me da por pensar en mi madre. ¿Soñará mi madre con una casa ideal? ¿Una casa de princesa? Todo el mundo sueña con una casa más grande, más luminosa, con más almacenaje. A no ser que seas Georgina, claro. Me gustaría que mi madre tuviese una casa que le guste mirar. Me gustaría que mi madre invitase a sus amigas a comer. Una casa con piscina y barbacoa. Eso le encantaría. Lo sé, lo intuyo. Ella tampoco ha tenido la oportunidad. Ella ha pasado por las mismas casas que yo. Y, lo que es peor, las ha pagado. Ha pagado la fealdad. Deseo construir una casa de muñecas. Una casa donde mi madre quepa. Una casa donde mi madre ya no tenga nunca más que soñar con otra cosa.

Pero lo que más deseo, lo que más me gustaría, cierro los puños y los ojos, sería no tener vergüenza. Que no existiese la vergüenza. Nunca. Para nadie. Y que todas las niñas tengan siempre una habitación donde guardar los secretos. Una cama donde tener historias. Una puerta que cerrar de vez en cuando. Sin distinción. 

No lo digo yo. Lo decía ya Virginia. 

Que las mujeres tienen que tener quinientas libras al año y una habitación con un pestillo en la puerta para poder escribir novelas o poemas. Y si cada una de nosotras tiene esto; si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos; si nos evadimos un poco de la sala de estar común; si nos enfrentamos con el hecho, porque es un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos solas, entonces, llegará la oportunidad. Yo sostengo que hacer este trabajo, aun en la pobreza y la oscuridad, merece la pena”.

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