Uno tiene una vida. Cada uno la suya, cierto que con una serie de elementos comunes al resto, pero única e intransferible al fin y al cabo. Con sus envidias, sus deseos y sus preocupaciones. Su poca o mucha estatura, sus 45 o 77 o 126 kilos, sus entre 4´5 y 6 litros de sangre. Y así va pasando las estaciones y los años, lidiando con sus incoherencias, aprendiendo a convivir con sus contradicciones, conociéndose un poquito mejor cada día sin llegar nunca a conocerse del todo.
Lo habitual es que uno crea ser buena persona, haber recibido una educación si no modélica por lo menos lo mejor que han podido legarle los padres. Ocultamente se siente orgulloso de esa herencia recibida de familiares y profesores, de ese proyecto de adulto que entre unos y otros se encargaron de moldear y de la persona que encuentra cada mañana al mirarse en el espejo.
Pero eso no le impide a veces ser un poquito amoral. No un hijo de puta, ni mucho menos, pero desde luego sí alguien lejos de la ejemplaridad, siempre tan intransigente. De vez en cuando decide pegarse un buen fiestón cargado de excesos, de vez en cuando se olvida de lo que pudiera pensar de él su madre si le viese por un agujerito. Y le coge gusto a eso de arrancar el currusco del pan y comérselo antes de llegar a casa, a masturbarse pensando en quien nunca debiera, a pisarle la cola al perro cuando nadie mira. En definitiva, a tener claroscuros, contradicciones. Al menos en la intimidad. Tampoco es que los vaya presumiendo por ahí, simplemente los acepta como peaje inevitable de una vida destinada a agradar a los demás, a hacer lo que de uno se espera en todo momento. Y esa amoralidad puntual le ayuda a no acabar de ver nunca a nadie ni muy bueno ni muy malo, empezando por uno mismo. A no tomarse nunca demasiado en serio y al mismo tiempo no llegar a abandonarse del todo, a no ver penalti cada vez que tocan a mi jugador en el área, pero tampoco ser tan pánfilo de pedirle al delantero que lo falle cuando el árbitro se ha equivocado a nuestro favor.
En la medida de nuestras luces, cada uno trata de que le vaya más o menos bien. Casi que se disocia de su propia de su vida, de su vidita, y la mira desde fuera, como si se tratase más bien de un hijo o de una planta. Y como tal la cuida, la riega. Se preocupa por ella y por su futuro. Siempre piensa en el futuro. Llega incluso a sentir orgullo. A veces, no muchas, también pena.
Y esto último le descoloca. No acaba de entender por qué, con todo el empeño que pone en evitarlo, la puta vidita tiene esa tendencia a ponerse el traje de atormentada. Con lo cansado que debe ser. Pero por qué esta incapacidad para la felicidad plena, por qué siempre hay algo, por nimio que sea, taladrando la conciencia.
El otro día leí que el 90% de las cosas que nos preocupan no acaban de suceder nunca. Y si eso es verdad, a santo de qué esta melancolía cada domingo, este complejo de culpa. Cómo es posible reconocerse cada poco más monstruo que humano, si uno es un privilegiado se mire por donde se mire, si todavía su edad le dice que aún está a tiempo de todo, que sigue quedando tiempo para todo. Será por tiempo.
Y llega a la conclusión de que estamos todos para encerrar, empezando por uno mismo, y que, en mayor o menor medida, todos somos insoportables si nos dan la oportunidad. Sobre todo los domingos, que no hay Dios que nos aguante y menos a partir del cambio de hora. Pero yo que sé, tampoco vamos a prohibir el otoño.