Lleva el de arriba una racha que mete miedo. Ayer fallecía el tío de mi mejor amigo y apenas veinticuatro horas después mi abuela ha muerto. No sé quién será el próximo, pero le ruego a todos mis seres queridos que se pongan a cubierto. Porque Dios anda con el gatillo entre los dedos y las balas que está disparando no son de fogueo.
Obviar a la muerte es no haber entendido la vida porque la primera es consecuencia de la segunda y lo que hace especial al latir de nuestro corazón es que su tiempo es finito. Ojalá los abuelos pudierais ser eternos y los paseos con vuestros nietos no los marcara el tiempo para que, ahora que creemos entender un poco mejor la vida y sus entresijos, pudiéramos aprender sobre todo lo que ignorábamos cuando no éramos otra cosa que un saco de mocos con las manos pegajosas por las migas de los gusanitos.
Antes eras tú la que me cogía de la mano en las fiestas del pueblo, la que me llevaba a dar de comer a los perros y a comprar queso. La que lideraba la salida para ir a Misa de Gallo y me recibía con la cocina patas arriba y con un olor que se ha quedado a vivir en mi cabeza para toda la vida como seña de identidad de la buena comida. Ahora era yo quien iba a visitarte a la residencia, quien llevaba las pastas, quien te paseaba en la silla de ruedas, quien trataba de sacarte una sonrisa y quien no quería soltarte la mano.
Gracias a ti entendí la frase de amarse en la salud y en la enfermedad. Porque cuando hay salud todo es distinto. El camino está lleno de flores que nos embellecen la vida y andar por su sendero es cómodo, es bonito. Pero cuando hay que sentir las espinas que lleva la rosa todo es muy distinto. Y es entonces cuando uno tiene que aprender a priorizar a quien tiene delante en honor a todo lo vivido, cuando llegan los sacrificios en virtud de la lealtad que nos unió mientras los pájaros amenizaban nuestro camino. Cuando en la noche solo se escuchan los gritos de dolor de nuestras almas mientras los pétalos de las flores caen al suelo marcando nuestro destino.
Probablemente, lo único digno que haya hecho en mi vida, el único momento en el que he tenido valor de verdad, haya sido cuando llevé con mis manos tu ataúd al entrar y salir de la iglesia. Descompuesto por dentro, firme por fuera. Sin titubear, sin regalarle una lágrima al viento mientras por dentro era un mar agitado por una de sus peores tormentas. Te despedí con todo el decoro que merece una abuela, que no es otro que el corazón herido de su nieto.
Desde hoy una nueva estrella me guiará en las noches más oscuras y un nuevo ángel combatirá a los demonios cuando salgan a mi encuentro. Te quiero, te extraño y te lloro. Todo junto y al mismo tiempo.