Hubo una mañana, yo tendría unos siete u ocho años, en la que desperté con la imagen de mi calle (Paseo de Guadalajara, una larguísima calle peatonal en San Sebastián de los Reyes) llena de globos de colores. Mi padre trabajaba entonces en el turno de noche de una gasolinera y llegaba a casa todas las mañanas sobre las siete. A esa hora debió despertar a mi madre desde la calle, supongo que con algún grito, para que fuera testigo de la estampa. Mi madre vino a despertarme a la cama y solo me dijo: asómate.
Nada podía anticipar lo que iba a presenciar a continuación: una calle llena de globos de colores y mi padre en medio de todos ellos, sonriendo, llamándome. Bajé inmediatamente a jugar y justo después del goce, el gesto egoísta: me subí todos los que pude a casa (no me quiero imaginar cómo estaría la casa aquellos días). La hipótesis que construimos entre los tres fue que en alguna de las piscinas vecinas se habría organizado una fiesta y después el viento se habría llevado todos los globos y los habría esparcido afortunadamente en nuestra calle.
Los globos son parecidos a la nieve: un acontecimiento a todas luces bello pero engorroso en cuanto pasan unos días. Se van desinflando un poco, no son útiles en ningún punto, y cuando dejan de ser novedad solo queda tirarlos, ni siquiera se derriten. El éxtasis inicial del globo, la plenitud de su belleza, es el mismo que todos nosotros podemos localizar como el comienzo de la fiesta. Como los globos, nosotros también nos vamos deshinchando según pasan las horas, hasta que entendemos que debemos volver a casa.
Quizá esa primera juventud a la que hemos acordado llamar adolescencia, ese momento preciso en el que el córtex prefrontal batalla por su desarrollo es, por momento histórico de su aparición (en la Revolución industrial los niños dejan de jugar abruptamente para convertirse en obreros adolescentes), una prórroga concedida a la infancia, pero también su primer enemigo.
Así como la infancia consiste en el disfrute, el goce por el globo debidamente hinchado, el adolescente salta encima del globo para estallarlo. Quizá porque siempre tememos el momento vital inmediatamente anterior al presente (y esto nos permite ubicar en cuál nos encontramos), mientras que aquel que comienza a ser adulto puede volver la mirada hacia los globos permitiéndose cierta nostalgia. Ya no hace falta destruirlos.
El objeto decadente de la adultez quizá sea una caja de cartón de algún pedido de Amazon. Decadente por vergonzante: el adulto no es otro que aquel que siempre se avergüenza ligeramente de sí mismo (sabe que comprar en Amazon no es la opción más ética) pero no puede evitar hacerlo (no tiene tiempo para hacer otra cosa). El objeto, la imagen de la niñez, siempre es ideal, celebratorio. De niños jugaremos, interactuando con el objeto. De adultos lo contemplaremos con la nostalgia propia de quien es capaz de recordar que hubo un momento en el que la vergüenza no lo acompañaba a todas partes.
Recuerdo perfectamente el primer día en el que empecé a sentir vergüenza: fue a los once años, en el baile de fin de curso del colegio de sexto de primaria. La canción escogida era Baila morena, de Don Omar (un fenómeno curioso, para comentar en otro momento, esta irrupción del reggeaton en los primeros años dos mil que aceleró el deseo por salir de la infancia, para ser antes de tiempo personajes de esas canciones que nos gustaban tanto: para ser sexuales y descubrir el misterio que encerraban). Mis compañeros de clase y yo ejecutábamos en el escenario del gimnasio del colegio Antonio Buero Vallejo la coreografía que habíamos inventado y aprendido los meses anteriores. Me pasó algo que no me había pasado otros cursos: no quise salir al escenario, descubrí la mirada del otro y quise escapar de ella. Concretamente, de la mirada del niño que me gustaba en ese momento, que iba a otra clase y, por lo tanto, se encontraba entre el público. En ese instante empezó la andadura de mi adolescencia. Finalizaba el juego infantil y comenzaba el terror adolescente por la audiencia imaginada (y cuando no imaginada, exagerada: todos me están mirando).
Los materiales que componen el globo son sencillos: plástico y aire. Intuitivamente sabemos que ese aire que mantiene el globo en su esplendor es poco más que nada, igual que intuimos que cuando alguien “te pincha el globo” te está chafando algo: una idea, una ilusión. Igual que el adolescente empieza a disfrutar más pinchando el globo, destruyéndolo, hay personas que también disfrutan más haciendo esto: revelando a los demás la realidad de las ilusiones que van descubriendo en ellos. Creen, engañados, que aquel al que le pinchan el globo no sabe que lo que tiene dentro es aire, cuando en realidad sucede que todos los que somos ilusos, optimistas, enamoradizos, idealistas y, sí, quizá también un poco inocentes, solemos conocer el interior de aquello capaz de inflamar el objeto de nuestros pensamientos.
Estos días, metida en un aula llena de adolescentes, he recordado ese goce suyo cuando consiguen detectar algo que otro no ha observado antes y lo enuncian en voz alta, por muy insignificante que sea. Quizá están empezando, poco a poco, a aprender a mirar a los demás, y se sorprenden. No lo sé. También estos días, metida en un aula llena de adolescentes, he leído otra vez el Quijote en la voz de mi amigo Carlos. Ha dedicado dos semanas a que sus dos primeros de bachillerato se detengan a leer el Quijote, solo a leer. Algunas clases han ido mejor que otras, pero en general me ha sorprendido lo bien que han reaccionado los alumnos y su comprensión del texto. Hoy, en la última clase, Carlos les ha leído el final de la obra: la muerte de don Quijote.
No recordaba un fragmento (quizá el fragmento que termina de confirmar la amistad entre Sancho y don Quijote) en el que hay un acuerdo explícito de la conservación de las ilusiones del otro:
— Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.
Cervantes propone, llegados a este punto, que la amistad es incluso más que el resultado de la conversación, la aventura compartida y la intimidad: la amistad es el acuerdo por la preservación de las ilusiones. Y sé que Carlos y yo también entendemos la amistad así, como el juego impecable de mantenimiento en el aire de los globos del otro.