Si me dan a elegir, prefiero ser liviana y superficial. Estar en una mesa de bar y coger una brava con un palillo, tumbarme en la esterilla en el gimnasio y mirar el techo cuando termina pilates, escuchar la radio mientras preparo la cafetera italiana, encontrar un labial rojizo que hidrate. Si hay alguna opción; quiero vivir en calma, concentrada en cómo muevo las manos cuando escribo mi lista de tareas por hacer.
En cambio, me siento obligada a hablar de abusos. Quiero mirar las nubes grisáceas e imaginarme presagios; me lo impide la fuerza de una pelota me golpea en la cara y me aplasta la nariz. Aunque solo me dé en la cabeza, me atiza en el estómago, porque me provoca miedo y una inesperada vergüenza. ¿Por qué los hombres nos hacen daño? ¿Cuáles son los hombres que nos hieren? ¿Cómo los desenmascaro? ¿Cómo nos protejo, a nosotras?
La metáfora está cuidadosamente escogida porque me siento exactamente así, como cuando de cría me asestaban un balonazo. Entonces, el lenguaje no era una herramienta de defensa. Era ridículo intentar decirle a los niños que acaparaban todo el patio que tuvieran cuidado con no herirme. La otra solución habría sido coger la bola y reventársela en la cabeza a ese niño con el moco colgando, ya amarronado por la tierra. Entonces, convencidos de que me ha dado un brote, me habrían cogido de la manita y me habrían llevado a hablar con un profe.
Lo descubrí: Lo que se evalúa es mi capacidad de aguante.
Lo que yo diga —–las palabras que emplee— no es trascendental.
Me gustaría dedicar este tiempo a escuchar el nuevo disco de Carolina Durante, a tomarme en el Starbucks un pumpkin spice latte (un café con especias de calabaza para pijas), a terminarme el libro que tengo pendiente antes del club de lectura que tengo este domingo… Pero como un político ha metido mano a mujeres que han tenido que denunciar anónimamente y, como respuesta, algunos chavales sin escrúpulos están redactando barbaridades vomitivas y escrutando lo que hizo la víctima después de ser violada, me he enrabietado y afligido.
Aunque creo en la reinserción, en la presunción de inocencia y sé que es un asunto complejo, he recordado ciertos incidentes inolvidables.
He pensado en el chico borrachín de veintitantos que me cogió el culo cuando tenía 16 años, en que cuando le di un guantazo me dijeron que había exagerado. He pensado en el mierda que le puso los cuernos a su pareja con mi amiga y la amenazó con joderle si contaba algo. He pensado en el nota que, de madrugada, decidió meterle su pene en la boca a su novia, que se despertó aterrorizada. He pensado en el adicto que, con la excusa de estar drogado, le tocó las tetas a una chica que se quedó dormida. He pensado en el que casi asfixia a una mujer en mitad del sexo. He pensado en aquel al que le dijeron que parara y no paró. He pensado en el que le dio un pico improvisado a una futbolista, que no pudo disfrutar plenamente de ganar un Mundial.
He pensado en la confusión, la ira, la vergüenza, el anhelo de no molestar, de no existir, de no recordar. He pensado que a veces preferimos que el agresor viva con impunidad antes de que alguien nos mire con pena. He pensado en que ellos no se acuerdan, que para ellos no fue tan grave, que siguen con normalidad, que no se enteran, que no huelen ni prueban la culpa. Nos la quedamos nosotras, la manoseamos, nos la zampamos, le hacemos un hueco en nuestro piso de alquiler.
Y soy consciente de lo anterior: de que mis palabras, aun a día de hoy, son insuficientes.
Y soy consciente de que un hombre poderoso, malo, enfermo, obsesionado con el sexo y vejar a las mujeres no va a pinchar en esta columna y ¡pum! va a transformar sus comportamientos. La escritora Sara Torres redactó: «Los hombres buenos nos protegerán de los hombres malos, que son la mayor amenaza». Creo que con sarcasmo. Todos podemos frenar a los desbocados que caminan como si el mundo les debiera algo. El peligro está entre nosotros.
***
Tengo casi 30 años, pero sigo siendo una niña. Me puedes llamar con diminutivos. Tienes permitido tocarme el pelo. Sonrío. Soy sencilla. Huelo bien. Si digo un comentario más mordaz porque me minimizaste hasta el hartazgo, me puedes parar; basta con que digas: «Hija, cómo te tomas las cosas». Me fijo en los detalles. Jamás grito. Me disculpo. Si te apetece darme la turra soy diligente: aprendí a poner ojitos de curiosa, aunque tú hables para ti y no te importen mis réplicas. Siempre estoy de buen humor. Respondo con asertividad. Te cuido. Controlo mi ira. Lo canta Olivia Rodrigo:
«Todo el tiempo/ estoy agradecida todo el tiempo/ soy sexy y soy amable/ soy bonita cuando lloro».
¡AAAAAAAAAAA
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AAAAAAAAAAAA
AAAAAAAAAAAH!