Otra vez, el mismo camino. Vuelvo a empezar. Los mismos pasos enrabiados por la calle. El mismo cabreo porque los auriculares tardan en conectar. Como si fuese eso. Subo el volumen hasta que dejo de oír. Ando rápido, como si fuese a llegar antes. Estoy perdido. Siempre que voy por aquí me prometo que no volveré. Otra vez, la mirada vacía. Sostengo el horizonte con los ojos porque el suelo me derrumbaría. Sólo me detengo para mirar al cielo y respirar hondo. Solo. Siempre que ocurre está de un nublado oscuro. Un tipo me mira raro y pienso que es mal día para joderme. Me cruzo con mil personas y creo que escuchan cómo se aprietan mis dientes. Y, de nuevo, el hambre. Un hueco más grande que yo en mi estómago me devora. Vuelvo a desaparecer hacia la oscuridad, ahora.
Ha pasado un tiempo desde esas líneas y ni siquiera ahora estoy seguro de saber continuarlas. Recuerdo por dónde iba, poco más. Lo intentaré. Nunca tuve mesura y nunca la quise. Cuando me roza el deseo, me lanzo como un muñeco de pruebas de coches. Adoro el sabor del muro entre mis dientes. Será eso. Vivir en el choque, un instante de liberación y destrucción. No necesito más. Creo que no sé sentir a medias y me da pereza que me digan (sabiamente) que debería hacerlo. La tibieza y el cinturón para los muertos, prefiero el íntimo baile entre poder tener todo y desaparecer.
En este cortejo del dolor existen distancias que van más allá del espacio. Dentro de la Teoría del Desquicie1 se establece, en cada relación, una distancia total que depende del lugar, el tiempo y el lenguaje. Un espacio no-euclidiano, retorcido y habitado por dos. En él, se van creando lugares intencionales, fuera de plano, que con suerte llevarán a algún lado y reducirán esta brecha. Llevo toda una vida atrapado en estos espacios, sin poder volver atrás porque no hay un atrás. Pero lo que más me atormenta es el lenguaje.
El lenguaje es una navaja mariposa que corta la distancia o abre brechas en ella. Nos permite revelar la profundidad del alma, sus certezas más viscerales y sus dudas más asfixiantes, pero nunca plenamente. Un retrato, harto incompleto, de la propia tensión emocional. Me atormenta, me cala y me atraviesa. A veces me hago un corte y me quedo mirando. Pienso si no seré digno de blandir tal poder. Cada movimiento en falso duele, cicatriza y traba la ejecución de los siguientes trucos. Me cuesta no hablar y dejar que el tiempo corra. Entonces, tropiezan mis pensamientos al salir y todo lo que creo entender se desvanece cuando le pongo palabras.
Las palabras han sido convertidas en objetos burocráticos por aquellos no atormentados, los que sienten a medias. Me asquea la reciente terapización del lenguaje. La tremenda osadía de querer encerrar el dolor entre palabras, de ordenar el caos. Un virus que plantea el conflicto entre verbos como “gestionar”, “entender” y “aceptar”. Obedecen a una tendencia utilitarista que deshumaniza quizá lo más humano que tenemos en muchas ocasiones. ¿Cómo que no lo has sabido gestionar? ¡¿No es ese el punto?! Una gimnasia lingüística llena de etiquetas y verbos administrativos para no decir que algo duele. Duele y me dejaré la vida intentando explicarlo si hace falta. Llevamos siglos de esta narrativa atávica y nadie se arrepintió jamás de perder el tiempo buscando cómo describirlo. Prefiero mil veces arañar las esquinas de esa caja léxica hasta tener la mano en carne viva, tratando de abarcar una complejidad que me explota en la garganta. Yo os regalo la paz, me quedo en el conflicto.
Siempre fue este el camino. Una y otra vez. Con cada persona construyo un lenguaje único, un baile de palabras y miradas que nos va acercando. El tiempo vuelve los movimientos cada vez más lentos y precisos y poco a poco nos dirigimos a algún lado, diciendo más con menos. Quizá exista un lugar donde se pueda expresar todo, sin decir nada. Un lugar donde no hay distancia de ningún tipo. Una coordenada, sumidero de todo el dolor, confusión e incertidumbre. Un lugar sin sombras. Donde el riesgo es infinito y el lenguaje se disuelve. Donde te puedes comunicar entre gruñidos y miradas. Quiero contar mi vida en unos ojos, en un segundo. Quiero soltar la navaja y que el filo decida el final. Lo único que le pido a la miseria es que sea por mi culpa. Sigo andando, piso fuerte y lentamente voy cerrando los ojos. Pido perdón por perderme tantas veces en el camino, espero no llegar solo. Creo que nunca he dejado de ir hacia allí, hacia la oscuridad. En la oscuridad no hay distancias.
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1 R. López. “Teoría del Desquicie”. Pendiente de publicar (pese a la creciente demanda) pero narrada por fascículos en decenas de bares.