La gente se aburre y se pone a debatir, que es un entretenimiento como otro cualquiera. Estar quieto y en silencio es un placer con pocos adeptos, por eso la fuente de opiniones y temas nuevos es inagotable, y por eso se devalúan las primeras. El problema llega cuando el deseo de aportar una perspectiva nueva, de emanciparse de los convencionalismos sociales, se apodera de uno. Entonces nos da por abonarnos al blanco o al negro sin matices, y aumenta el riesgo de incurrir en tonterías calamitosas.
Sobre el turismo, por ejemplo, podemos mostrarnos un día radicalmente en contra. Sobre todo si los guiris llenan la taberna que frecuentas o su invasión empieza a complicarnos la vida a los autóctonos. En pleno debate espontáneo, uno puede llegar a afirmar que un trabajador no querría irse de vacaciones si viviese estupendamente en su casa; puede llegar a afirmar, hiperbólicamente, que el turismo es una anomalía, ¡una pandemia! Y muchos estaría de acuerdo, y se citaría el caso de Venecia. Alguno, más arrebatado, incluso gritaría un tourist go home, derramándole a su compañero el café del desayuno por su exceso de pasión.
Pero llega el verano, y en su día el azar te plantó en Córdoba. La temperatura sube y tu radicalismo empieza a virar hacia el otro polo del debate. Aquí, cuando llega el verano, la gente no desea irse, sino salir pitando. Es instinto de supervivencia. Así lo cantan los de La Plazuela en una canción dedicada a los que no pueden irse de vacaciones en verano: «En Graná llega el calor y tos se van». Efectivamente, todos se van. Quien no lo hace es porque no puede. Aquí se sueña con coger un chaleco por si refresca después de la cena.
El jueves pasado fui al cine de verano. Eran las diez de la noche y estábamos a treinta y cinco grados. Esto no hay piscina que lo salve, de verdad. Que venga un reportero de investigación y lo compruebe. El calor impone un confinamiento que va desde la mañana hasta la noche. Entramos a los portales empujando las puertas con la punta del pie: podemos achicharrarnos en cualquier momento. Ante esta situación, ¿qué hacemos durante el día? Escondernos y vivir de nuestra imaginación.
Recuerdo cuando me pasaba los días en una biblioteca. En verano, allí no solo íbamos estudiantes; en busca de algo de fresco, muchos leían el periódico o veían series en el móvil. Luego llegaba la noche y dormíamos mal, no sabíamos si era peor el aire acondicionado o dejar la ventana abierta. Y qué cansado está uno cuando duerme a trompicones. Muchos afirmábamos estar en desventaja con respecto a los que preparaban sus exámenes en el norte: el bochorno, como la desesperación, nubla el juicio.
El deseo de huida, de cambio, tiene su parte negativa, lógicamente. Es ponerse un pueblo de moda y la gente va en tromba. En ese sentido, vendría bien algo de originalidad para organizarse, porque la masificación causa estragos, y obliga a las ciudades a recibir al visitante a la defensiva. Pero eso no quiere decir que el turismo sea malo en sí mismo, como la tuberculosis; se envenena, eso sí, si se le añade borreguismo, condimento del que parece estar abusándose de un tiempo a esta parte.
El otro día, desayunando con mi padre, me contó que tuvo que meterse en la cafetería de El Corte Inglés con mi hermana y mi sobrino. Allí se refugiaron de la flama y se bebieron un frappé. «¿Estaba bueno?», pregunté. «No tanto como el que nos tomamos en Creta», respondió. ¡Creta! Hasta allí nos llevaron mis padres a mis hermanas y a mí hace años. Y él todavía le sigue sacando partido a aquel viaje.