Creo que todo esto es culpa de eso que me pasó aquel día de finales de verano. Eran las cuatro de la tarde, hacía un calor pegajoso y todo el mundo dormía la siesta en las habitaciones interiores de la casa del pueblo, en Nava del Rey. Yo tendría unos siete años y andaba jugando a colgarme de la higuera vieja del patio, que en aquella época era verde de la viña que daba sombra y rojo de las flores que regaba mi abuela cada día.
Cuando ella, que en aquella época estaría a punto de cumplir 70 años, salió para estar conmigo, se tropezó al bajar el pequeño escalón que separa la casa del patio. Me asusté mucho. Su rodilla quedó en una posición muy extraña y ella empezó a gritar pidiendo ayuda. No se podía levantar. Al principio, de la impresión, yo no sabía ni dónde meterme. Cuando me recuperé del susto, corrí dentro de casa y desperté a mi madre de la siesta. Ya no recuerdo nada más. No sé si vino la ambulancia o si llevaron a mi abuela en coche hasta el hospital. Desde entonces le duele esa maldita rodilla, y yo creo que desde aquel momento me fascinan los viejos. Viven sufriendo, pero viven, y a veces hasta se permiten el lujo de la felicidad.
Esta es la prueba: era principios de septiembre de este año, fecha marcada a fuego en el calendario de la abuela porque son las fiestas en el pueblo y yo, en una llamada fugaz semanas antes, había prometido que iría a verla durante esa etapa de euforia colectiva. Baste decir que me olvidé de esa promesa hasta casi el último día de fiestas. Mi madre, un domingo que pasó por Madrid con mi padre, me lo recordó, y me dijo que justo ese día había encierro en el pueblo.
Decidimos que iríamos a verla. Recorrimos la estepa castellana mientras contemplábamos la caída del sol hasta llegar al pueblo. Aparcamos como pudimos y fuimos a la plaza de toros. Mi madre la había avisado de nuestra llegada y ella nos había guardado un sitio en las filas más bajas de la plaza. Se alegró mucho de vernos, nos dio un beso enorme y volvió a los que le interesaba de verdad en ese momento: los toros, que se habían quedado parados en una parte del recorrido. Cuando por fin llegaron, la abuela emitió su mítico grito —“ayyyyayay… míralos, ahí están… ay madre mira ese qué grande”— y poco después se acabó el encierro porque los toros no dieron nada de juego. Fueron directos a los toriles.
Luego sacaron una vaquilla, los más jóvenes hicieron algún recorte y dieron las ocho de la tarde. El sol se había escondido detrás del horizonte y hacía un poco de frío. Fuimos a la peña de mi tío (un garaje) a tomar una cerveza, comer torreznos y un poco de jamón recién cortado antes de ir a un concierto de música tradicional que había en la plaza. Solo estaban los músicos. A las 11 de la noche montamos en los coches y volvimos a casa.
No sé qué hicimos allí. Estaba muy cansado. La abuela se tomó un sorbo de vino y se sentó a charlar con su hija, mi madre. A las 11.30 nos levantamos para marcharnos, pero ella no tenía intención de irse a la cama. Al contrario, había reservado entradas para las vaquillas que iban a soltar en la plaza de toros a las 12 de la noche. Ese evento es especial porque es uno de los que cierran las fiestas del pueblo y la gente va, se emborracha, baila al son de la orquesta y hace unos recortes torcidos a las vaquillas. Mientras nos montábamos en el coche de camino a Valladolid, le dije para picarla que ya era muy tarde, que a lo mejor era mejor que no fuera. Con una sonrisa rebelde me contestó: “¡Si anda!”. Y se metió dentro de casa a prepararse.
Qué mujer, pensé, y cerré la puerta del coche. El dolor en la rodilla ha perseguido a la abuela desde que se cayó en el patio de su casa aquel día. Nunca se queja (intenta quejarse lo menos posible), pero el dolor la persigue como una sombra aterradora y cruel. Hace poco la inyectaron, como a los deportistas cuando les duele el tobillo y tienen que jugar un partido en media hora. Todavía le duele, pero menos, y ha vuelto a dar los paseos largos que daba antes de que el dolor fuera insoportable.
Hace unos meses, después de pasar unos días con nosotros en Valladolid, le llevé en coche de vuelta a su casa. Cuando llegamos me di un paseo por las habitaciones —cada una pintada de un tono pastel diferente, muchas plantas, fotos viejas de cuando éramos pequeños, una máquina de coser—. Al pasar por la cocina, encima de los fuegos portátiles sobre los que hace la comida (no le gusta la vitro) vi dos agujeros en el techo de tejas metálicas. Después de esos agujeros estaba el cielo azul, y al lado del agujero había una bombilla enganchada con un cable muy precario. “¿Oye y esto?”, le pregunté. “Nada, es que antes cada vez que cocinaba se me llenaba toda esta sala de humo”, me dijo. Así que había roto las tejas para abrir una oquedad por la que pudiera salir el humo. Me reí primero y luego me quedé pensando en todo lo que había vivido esta mujer de casi 90 años que todavía reparasola las baldosas del patio cuando se estropean. Me fui de allí con un regusto amargo, con la intuición extraña (con la certeza, más bien) de que todavía me queda mucho por sufrir.