Hay un hombre que tose. Es una tos seca, irritante, espuria, que retumba sobre las paredes de la biblioteca con el ritmo de un metrónomo. Puede que esté sólo en mi cabeza. En cuanto he salido de casa para venir hasta aquí ha empezado a llover. No ha parado hasta que he entrado en este edificio lleno de libros y escaso de gente. Estoy mojado de los pies a la cabeza. Las gotas de lluvia todavía caen de los mechones de mí pelo y tengo los calcetines empapados en agua tibia. En Madrid no tiene que llover. Esta ciudad ya es demasiado complicada sin la lluvia. Tengo sueño, pero quería escribir sobre un tema que me persigue como una sombra benigna desde hace tiempo.
Tengo sueño. Bostezo y mi boca se abre como la cueva de Platón con la que sueño a veces. Estoy leyendo un libro. Varios libros. Están desperdigados encima de la mesa. He visto a Martín Caparrós en la estantería y no he podido resistirme, he agarrado por el lomo un par de libros suyos y me he sentado a leer en una silla de plástico. Caparrós siempre me ha parecido vomitivamente snob, pero la gente habla tan bien de él y de su escritura que no me resisto a intentarlo de nuevo cada vez que tengo la oportunidad. No. No hay manera. No me entra. El libro se llama La luna y está compuesto de pequeños testimonios horribles que están intercalados con entradas de diario en las que relata su impresión de los sitios a los que va para escuchar estas historias. Siento que eso me ha quedado un poco enrevesado. Espero que se entienda.
La idea del libro vino de una organización humanitaria, y son ellos los que le mandan por ahí a entrevistar a víctimas de la migración y de la trata de personas. Sus historias, contadas por él, son terribles y preciosas, pero las estropea en cuanto se combinan con el diario. Es terrorífico. Está en Chisinau, Moldavia, para entrevistar a una joven víctima de trata —prometieron que la llevarían a Alemania y acabó atrapada durante meses en un prostíbulo en Rumanía—. La historia de ella es terrible y él la escribe genial, pero está precedida por esto: “Anoche cené foie gras y fue en París; está noche, polenta con queso en Chisinau, capital de Moldavia. Hay algo en este salto que me atrae más que nada”.
No lo soporto. Perdón. Es como si las historias horribles que le cuentan fueran sólo eso, historias dramáticas que no son nada y están esperando desesperadas a que él agarre su pluma y las convierta en literatura. Pero basta. Las historias están completas cuando se cuentan y las recibe otro ser humano, las historias son todo lo que tienen que ser mucho antes de convertirse en literatura. La literatura es una forma de preservarlas, nada más. Así que basta. Me estoy alejando del tema de esta noche. Yo quería escribir sobre otra cosa. También estoy hojeando Intemperie, de Jesús Carrasco, un escritor sevillano medio joven con un gran bigote francés (ahora que lo pienso, su bigote se parece al de Caparrós pero con puntas de Don Quijote). La novela trata de un chico que se escapa de su pueblo porque está harto de los latigazos que le da su padre con el cinturón. Así que se esconde en un hoyo en medio del campo, espera hasta que llega la noche y se marcha. Me está gustando. Es literatura, aunque no sé muy bien qué significa eso. He llegado al libro por el cómic que me he encontrado sobre una mesa. El cómic es casi mejor que el libro.
Fantástico. Esto avanza rapidísimo. Me gusta criticar, casi lo disfruto. A veces. Sólo a veces, cuando me canso del mundo que me rodea y necesito poner orden, clasificar, decir la verdad, separar lo que merece la pena de lo que no. Twitter está lleno —corrección: mi Twitter está lleno— de personas compartiendo su lista de los mejores libros del año. “Ya sé que todo el mundo ha compartido su lista de los mejores libros del año, pero aquí va la mía”. Y sorpresa, son los mismos libros que ha recomendado el resto, como si este año sólo se hubieran publicado los diez o veinte mejores libros que han entrado en la lista de Babelia. ¿Es necesario esto? Siento que esta mezcla de portadas bonitas de Alfaguara que ha inundado Twitter es un compendio de lo que debería gustarnos, de los libros que hemos comprado porque nos han dicho que había que comprarlos porque son gruesos y los han escrito grandes escritores. El problema es que luego no hemos sido capaces de terminarlos y nuestro único consuelo es decir bueno, al menos voy a publicarlo en Twitter para que la gente vea que me lo he comprado. A lo mejor me estoy pasando. Pero es que, no sé. Me da igual.
Yo lo que quiero saber es qué libros te han revuelto el estómago. No quiero saber qué libros infumables y aclamados por la crítica has conseguido leerte sin quedarte dormido. Quiero saber qué libros —o qué libro, porque en un año no debería haber muchos de estos— te han revuelto el estómago, quiero saber qué libro te ha hecho saltar de la cama a las dos de la mañana o qué libro te ha sacado una sonrisa en el metro un miserable lunes por la mañana. Quiero saber qué libro te has guardado como un tesoro en la mochila o en el bolsillo del abrigo porque llevarlo encima es como llevar un compañero, casi un amigo, con el que puedes conversar cuando no tienes nada más que hacer. Eso es lo que quiero saber. ¿Me explico? A lo mejor estoy siendo demasiado duro. Al fin y al cabo, todos sabemos que las redes sociales no son un terreno que se preste mucho a la honestidad.
No he conseguido hablar del tema que tenía en mente. En la biblioteca, enfrente de mí, un chaval escribe, con letra grandísima y sobre una hoja cuadriculada, las letras AMP. AMP, AMP, AMP al lado de muchos números. La tos que atormentaba las paredes de esta sala ha dejado de sonar y mi ropa está casi completamente seca. El pelo se me ha quedado un poco pastoso. He tenido la tentación de terminar esto con la recomendación de un autor que he descubierto esta semana y que me está fascinando. Su escritura es rápida y penetrante como la hoja de una espada. No lo voy a hacer, así que rebusco en el libro de Caparrós para asegurarme de que no estoy loco, de que no estoy juzgando mal a este prohombre de las letras españolas. Yo quería escribir sobre un tema diferente, pero antes tenía que sacarme esto de dentro. Sin esforzarme mucho encuentro esta frase, que transcribo más fielmente que un perro: “El agua falta, sobra: el agua”. No entiendo nada. ¿Alguien me lo explica? “El agua falta, sobra: el agua”. Ya basta.